Intenciones del Santo Padre Benedicto XVI para el mes de Septiembre 2011

PAPA FRANCISCO

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy comenzamos de nuevo con las catequesis del Año de la fe, reflexionando sobre la resurrección de Jesús. ¿Cómo se ha transmitido esta verdad de fe? En las Escrituras encontramos dos tipos de testimonios al respecto: el primero, las breves fórmulas como la que hemos escuchado en la lectura del Apóstol, que indican con concisión el núcleo de la fe: la pasión, muerte y resurrección del Señor. El segundo, las narraciones que relatan el acontecimiento. Es significativo el hecho de que sean mujeres, que según la ley no podían dar un testimonio fiable, las primeras en anunciar la resurrección. Dios no las elige con criterios humanos sino que mira a su corazón. Su experiencia parte del amor, que las mueve a acudir al sepulcro, y que las hace capaces de acoger el signo de la tumba vacía y el anuncio del mensajero de Dios, y trasmitirlo, pues la alegría y la esperanza que las invade no se puede contener.

Audiencia General 03 de abril del 2013.



martes, 7 de junio de 2011

Quinta Catequesis de Benedicto XVI sobre la Oración



BENEDICTO XVI
AUDIENCIA GENERAL
Plaza San Pedro
Miércoles, 1° junio 2011

Queridos hermanos y hermanas,

Leyendo el Antiguo Testamento, una figura resalta entre las otras: aquella de Moisés, propio como un hombre de oración. Moisés, el gran profeta y líder del tiempo del Éxodo, ha desempeñado su función de mediador entre Dios e Israel haciéndose portador, ante el pueblo, de las palabras y de los mandamientos divinos, conduciéndolo hacia la libertad de la Tierra Prometida, enseñando a los Israelitas a vivir en la obediencia y en la confianza hacia Dios durante la larga permanencia en el desierto, pero también, y diré sobre todo, orando. Él ora por el Faraón cuando Dios, con las plagas, tentaba de convertir el corazón de los egipcianos (cfr Es 8–10); pide al señor la curación de la hermana María atacada por la lepra (cfr Nm 12,9-13), intercede por el pueblo que se había revelado, asustado por lo dicho por los exploradores (cfr Nm 14,1-19), ora cuando el fuego estaba por devorar el campamento (cfr Nm 11,1-2) y cuando serpientes venenosas hacían masacres (cfr Nm 21,4-9); se dirige al Señor y reacciona protestando cuando el peso de su misión se había hecho demasiado pesado (cfr Nm 11,10-15); ve a Dios y habla con Él ≤cara a cara, como uno habla con el propio amigo≥ (cfr Es24,9-17; 33,7-23; 34,1-10.28-35).

También cuando el pueblo, en el Sinaí, pide a Aarón hacer el becerro de oro, Moisés ora, explicando en modo emblemático la propia función del intercesor. El episodio está narrado en el capítulo 32 del Libro del Éxodo y tiene una historia paralela en Deuteronomio en el capítulo 9. Es en este episodio que quiero detenerme en la catequesis de hoy, y en particular sobre la oración de Moisés que encontramos en la narración de Éxodo. El pueblo de Israel se encontraba a los pies del Sinaí mientras Moisés, sobre el monte, esperaba el regalo de las tablas de las Leyes, ayunando por cuarenta días y cuarenta noches (cfr Es 24,18; Dt 9,9). El numero cuarenta tiene un valor simbólico y significa la totalidad de la experiencia, mientras que con el ayuno se indica que la vida viene de Dios, es Él quien la sostiene. El acto de comer, de hecho, implica la asunción del alimento que la sostiene; por eso ayunar, renunciando a la comida, adquiere, en este caso, un significado religioso: es un modo de indicar que no solo de pan vive el hombre, sino de cada palabra que sale de la boca del Señor (cf Dt 8,3). Ayunando, Moisés muestra que espera el regalo de la Ley divina como fuente de vida: esa revela la voluntad de Dios y nutre el corazón de hombre, haciéndolo entrar en una Alianza con el Altísimo, que es la fuente de la vida, es la vida misma.

Pero mientras el Señor, sobre el monte, entrega a Moisés la Ley, a los pies del monte el pueblo la trasgrede. Incapaces de de resistir la espera y la ausencia del mediador, los Israelitas piden a Aarón: «Haz para nosotros un Dios a nuestra medida, porque a Moisés, aquél hombre que nos ha hecho salir de la tierra de Egipto, no sabemos que le ha sucedido» (Es 32,1). Cansado de un camino con un Dios invisible, ahora que también Moisés, el mediador, ha desaparecido, el pueblo pide una presencia tangible, tocable, del Señor, y encuentra en el becerro de metal fundido hecho por Aarón, un dios que se hace accesible, maniobrable, a la medida del hombre. Es esta una tentación constante en el camino de la fe: eludir el misterio divino construyendo un dios comprensible, que corresponda a los propios esquemas, a los propios proyectos.   Cuando sucede en el Sinaí muestra toda la estupidez y la ilusoria vanidad de esta pretensión porque, como irónicamente afirma el Salmo 106, «intercambiaron su gloria con la figura de un toro que come hierba» (Sal 106,20). Por eso el Señor reacciona y ordena a Moisés bajar del monte, revelándole lo que el pueblo estaba haciendo y terminando con estas palabras: «Ahora deja que mi ira se encienda en contra de ellos y los devore. De ti en vez haré una gran nación» (Es 32,10). Como con Abraham a propósito de Sodoma y Gomorra, también ahora Dios le revela a Moisés que piensa hacer, casi como si no quisiera obrar sin su consentimiento (cfr Am 3,7). Dice: «deja que se encienda mi ira». En realidad, este «deja que se encienda mi ira» es dicho justo para que Moisés intervenga y le pida de no hacerlo, revelando así que el deseo de Dios es siempre de salvación. Como por las dos ciudades en tiempos de Abraham, la punición y la destrucción, en las que se expresa la ira de Dios  como rechazo del mal, indican la gravedad del pecado cometido; al mismo tiempo, la petición de intercesión pretende manifestar la voluntad de perdón del Señor. Esta es la salvación de Dios, que implica misericordia, pero junto a esa también denuncia la verdad del pecado, del mal que existe, así que el pecador, reconocido y rechazado el propio mal, pueda dejarse perdonar y transformar por Dios. La oración de intercesión hace así operante, dentro de la realidad corrupta del hombre pecador, la misericordia divina, que encuentra voz en la suplica del orante y se hace presente a través de él allí donde hay necesidad de salvación.
La suplica de Moisés está toda centrada sobre la fidelidad y la gracia del Señor. Él se refiere primero a la historia de redención que Dios ha iniciado con la salida de Israel de Egipto, para luego hacer memoria de la antigua promesa hecha a los Padres. El Señor ha obrado salvación liberando a su pueblo de la esclavitud egipciana; por qué ahora -  pregunta Moisés – «los Egipcianos dirán: ¿“Con mala intención los has hecho salir, para hacerlos perecer entre las montañas y hacerlos desaparecer de la faz de la tierra”?» (Es 32,12). La obra de salvación iniciada debe ser completada; sí Dios hiciera perecer a su pueblo, eso podría ser interpretado como la señal de una incapacidad divina de llevar a cumplimiento el proyecto de salvación. Dios no puede permitir esto: Él es el Señor bueno que salva, el garante de la vida, es el Dios de misericordia y perdón, de liberación del pecado que mata. Y así Moisés apela a Dios, a la vida interior de Dios contra la sentencia exterior. Pero ahora, argumenta Moisés con el Señor, sí sus elegido perecen, aun si son culpables, Él podría aparecer como incapaz de vencer el pecado. Y esto no se puede aceptar. Moisés ha hecho experiencia concreta del Dios de salvación, ha sido enviado como mediador de la liberación divina y ahora, con su oración, se hace interprete de una doble inquietud, preocupado por la suerte de su pueblo, pero también preocupado por el honor que se debe al Señor, por la verdad de su nombre. El intercesor de hecho quiere que el pueblo de Israel sea salvado, porque es el rebaño que le ha sido confiado, pero también para que en aquella salvación se manifieste la verdadera realidad de Dios. Amor de los hermanos y amor de Dios se compenetran en la oración de intercesión, son inseparables. Moisés, el intercesor, es el hombre tenso entre dos amores, que en la oración se sobreponen en un único deseo de bien.
Luego, Moisés apela a la fidelidad de Dios, recordándole sus promesas: «Recuérdate de Abraham, de Isac, de Israel, tus siervos, a los cuales les ha jurado por ti mismo y has dicho: “Haré vuestra descendencia numerosa como las estrellas del cielo, y toda esta tierra, de la que he hablado, la daré a tus descendientes y la poseerán por siempre”» (Es 32,13). Moisés hace memoria de la historia fundadora de los orígenes, de los padres del pueblo y de su elección, totalmente gratuita, en la cual Dios solo había tenido la iniciativa. No por sus méritos, ellos habían recibido la promesa, sino por la libre elección de Dios y de su amor (cfr Dt 10,15). Y ahora, Moisés pide que el Señor continúe en la fidelidad su historia de elección y de salvación, perdonando a su pueblo. El intercesor no excusa el pecado de su gente, no hace una lista de los presuntos méritos ni del pueblo ni de él, sino que apela a la gratuidad de Dios: un Dios libre, totalmente amor, que no cesa de buscar a quien se ha alejado, que permanece siempre fiel a sí mismo y ofrece al pecador la posibilidad de regresar a Él y de llegar a ser, con el perdón, justo y capaz de fidelidad. Moisés pide a Dios mostrarse más fuerte que el pecado y que la muerte, y con su oración provoca este revelarse divino. Mediador de vida, el intercesor solidariza con el pueblo; deseoso solo de la salvación che Dios mismo desea, él renuncia a la prospectiva de convertirse en un nuevo pueblo agradecido al Señor. La frase que Dios le había dirigido, «de ti haré una gran nación», no es ni siquiera tomada en consideración por el “amigo” de Dios, que en su lugar está listo para asumir sobre sí no sólo la culpa de su gente, sino también todas la consecuencias. Cuando, luego de la destrucción del becerro de oro, regresara sobre el monte para pedir de nuevo la salvación de Israel, dirá al Señor: « ¡Y ahora, si tú perdonaras su pecado!, de lo contrario, bórrame del libro que has escrito » (v. 32). Con la oración, deseando el deseo de Dios, el intercesor entra siempre más profundamente en el conocimiento de Dios y de su misericordia y llega a ser capaz de un amor que llega hasta la entrega total de sí. En Moisés, que está sobre la cima del monte cara a cara con Dios y se hace intercesor por su pueblo y se ofrece a sí mismo - «bórrame» -, los Padres de la iglesia han visto una prefiguración de Cristo, que sobre la cima de la cruz realmente está delante de Dios, no solo como amigo también como hijo. Y no solo se ofrece - «bórrame» -, sino que con su corazón traspasado se hace borrar, se convierte, como dice el mismo san Pablo, en pecado, lleva sobre sí nuestros pecados para hacernos salvos; su intersección no es solo solidaridad, es identificación con nosotros: nos lleva a todos nosotros en su cuerpo. Y así toda su existencia de hombre y de Hijo es suplica al corazón de Dios, es perdón, pero perdón que transforma y renueva.
Pienso que debemos meditar esta realidad. Cristo está delante del rostro de Dios y ora por mí. Su oración sobre la cruz es contemporánea a todos los hombres, contemporánea a mí: Él ora por mí, ha sufrido y sufre por mí, se ha identificado conmigo tomando nuestro cuerpo y alma humana. Y nos invita a entrar en esta su identidad, haciéndonos un cuerpo, un espíritu con él, porque de la alta cima de la Cruz Él ha traído no nuevas leyes, tablas de piedra, se ha traído a sí mismo, su cuerpo y su sangre, como nueva alianza. Así nos hace consanguíneos con Él, un cuerpo con Él, identificados con Él. Nos invita a entrar en esta identificación, a estar unidos con Él en nuestro deseo de ser un cuerpo, un espíritu con Él. Oremos al Señor para que esta identificación nos transforme, nos renueve, porque el perdón es renovación, es transformación.

Quiero concluir esta catequesis con las palabras del apóstol Pablo a los cristianos de Roma: « ¿Quién acusará a aquellos que Dios ha escogido? Dios es aquél que justifica. ¿Quién condenará? Cristo Jesús ha muerto, es más ha resucitado, está a la derecha del Padre e intercede por nosotros. ¿Quién nos separará del amor de Cristo? […] ni muerte ni vida, ni ángeles ni principados […] ni ninguna otra creatura podrá nunca separarnos del amor de Dios, que está en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rm 8,33-35.38.39).


Traducción del Italiano al Español: Esther María Iannuzzo P.



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