Intenciones del Santo Padre Benedicto XVI para el mes de Septiembre 2011

PAPA FRANCISCO

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy comenzamos de nuevo con las catequesis del Año de la fe, reflexionando sobre la resurrección de Jesús. ¿Cómo se ha transmitido esta verdad de fe? En las Escrituras encontramos dos tipos de testimonios al respecto: el primero, las breves fórmulas como la que hemos escuchado en la lectura del Apóstol, que indican con concisión el núcleo de la fe: la pasión, muerte y resurrección del Señor. El segundo, las narraciones que relatan el acontecimiento. Es significativo el hecho de que sean mujeres, que según la ley no podían dar un testimonio fiable, las primeras en anunciar la resurrección. Dios no las elige con criterios humanos sino que mira a su corazón. Su experiencia parte del amor, que las mueve a acudir al sepulcro, y que las hace capaces de acoger el signo de la tumba vacía y el anuncio del mensajero de Dios, y trasmitirlo, pues la alegría y la esperanza que las invade no se puede contener.

Audiencia General 03 de abril del 2013.



viernes, 30 de septiembre de 2011

Características del verdadero y auténtico amor conyugal


Sólo cuando el hombre sale de sí mismo para darse al otro desinteresadamente encuentra su plena identidad humana pues es liberado de la tendencia al egoísmo por el amor al prójimo. La entrega o donación sincera y total solo es posible cuando se ama pues el amor hace que el hombre se realice mediante la entrega sincera de sí mismo. Para ello se necesita que este amor sea lo suficientemente maduro, y de esta manera el don de sí será pleno y total. El amor no se hace maduro por sí, casualmente, sino por medio de una sólida y prolongada formación, con un crecimiento gradual y con no poca abnegación personal para ir logrando la integración armónica de los elementos que lo constituyen. Estos elementos son, por una parte, aquellos que pertenecen a la esfera psicológica: la sexualidad, la emotividad, la afectividad, la simpatía y el enamoramiento. Y, por otra parte se deben considerar las tendencias más propias del espíritu humano como los son: la amistad, el amor de benevolencia (ágape) y el amor de deseos (eros). La integración de todos estos elementos hacen del amor conyugal un amor plenamente maduro y al mismo tiempo sensible y espiritual.

Como fruto logrado de esta progresiva maduración afectiva, el verdadero y autentico amor humano presenta estas siete características:

1) La Totalidad.
El amor maduro se llama también amor total e irrevocable, pues la elección de un ≤tú≥ (sea en sentido humano como divino) es definitivo y exclusivo, es decir, único, y la única razón es él mismo: ≤quien ama de verdad a su propio consorte, no lo ama sólo por lo que de él recibe, sino por sí mismo, gozoso de poderlo enriquecer con el don de sí≥. En esta totalidad no es un aspecto sólo el que nos interpela de la persona, sino toda ella; la persona de sexo diferente atrae no sólo por sus cualidades que complementan al otro, sino que atrae por quien es. El ≤valor≥ no es algo de la persona –su belleza, su cuerpo, su inteligencia- sino ella misma. ≤la persona aparece como alguien que tiene una alteridad absoluta singular≥. El enamoramiento surge al captar en la otra persona que toda ella representa un ≤valor≥ integral que me enriquece. La persona enamorada no es capaz de pensar en otra cosa. Sucede en ella una autentica transfiguración en donde la persona amada se contempla como una halo luminoso. Todo aparece bello en ella, hasta los defectos. Cuando el amor es total, es capaz de crear una unidad irrevocable y única entre el ≤yo≥ y el ≤tú≥. Una unidad que camina hacia la totalidad. De esta manera el amor será estable, indisoluble y eterno.

2) La intimidad.
Significa la presencia interior de la persona amada quien está presente en la memoria, en la imaginación, en los afectos y en el entendimiento. Se trata de una presencia que es la misma unión afectiva, como el amado está presente en el amante. Una presencia que no solamente es sentida, sino que también transforma al sujeto. De esta manera la intimidad supone una transformación: es el otro el que nos transforma con su modo de ser y con su personalidad, sobre todo en aquellas cualidades significativas que me han impactado. Entre las cualidades que pueden llamar la atención de otro, resaltan especialmente los valores humanos y el valor que es la persona misma, ya que permite una unión interior original. Dicha unión es gracias a la misma naturaleza del amor, que se expresa en la imitación o, más eficazmente, en la asimilación, pues quien ama resulta similar a lo que él ama.

3) La benevolencia.
Es el signo más claro de una lograda madurez afectiva en el amor verdadero e irrevocable. Significa darse desinteresadamente hasta olvidarse el propio ≤yo≥ para darse al ≤yo≥ del otro, en donde el propio ≤yo≥, lejos de desaparecer, se enriquece y reafirma. Significa tener en cuenta más al otro que a sí mismo, es decir: aceptar al otro como es, sin pretender cambiarle; encontrar tiempo diario para estar juntos y conversar de cosas personales; vivir la mutua comprensión hasta el grado de la complicidad; descubrir y admirar de modo permanente nuevas facetas y cualidades en el otro cónyuge; conquistar al otro cada día, sin tomarse descansos en el amor; cuidar los pequeños detalles en la convivencia; mantener el mutuo respeto de palabra y de obra. Si los esposos se esfuerzan en vivir así, su vida estará colmada de honestidad, plenitud, alegría y belleza sin igual. Todos los que han experimentado este grado de amor coinciden en afirmar que es imposible lograrlo por uno mismo, y que no basta ni siquiera en pareja. La tendencia al egoísmo siempre estará presente por lo que es necesario el Amor de un Tercero, que es Dios, fuente auténtica de todo amor humano.

4) La reciprocidad.
No basta que las personas se quieran bien, es preciso que sepan que se quieren bien. No basta que la presencia interior sea recíproca, es preciso que uno perciba que se da también tal presencia en el otro. La reciprocidad en el amor adquiere su sentido pleno en la actuación: es en ella donde se aprecia la reciprocidad al querer ambos, respectivamente, para la otra persona los mismos bienes. Los actos concretos ponen de manifiesto la realidad de este amor. Si hablamos con la persona amada, pretendemos que nos escuche, si le damos un abrazo, pretendemos que lo acoja y se involucre en él, abrazando también ella. La otra persona no es un mero receptor de actividades, sino parte intrínseca de una comunicación en donde aporta su propia originalidad. Por eso no es posible un amor totalmente desinteresado hacia el otro, pues por lógica interna, quien ama está verdaderamente interesado en esta comunidad de acción. Todo amor es siempre enormemente interesado, y especialmente el amor entre el hombre y la mujer, que entraña un deseo de despertar interés por uno mismo en el otro. Suprimir el deseo de interesar a la otra persona sería suprimir la posibilidad del amor conyugal.

5) La fidelidad.
El verdadero amor pide constancia en el tiempo. Sólo se enamoran dos seres temporales, es decir, que caminan en el tiempo, y que por lo tanto, se enamoran en un momento presente. Pero también, el amor le abre espacio al futuro, sin condiciones, hacia la parte de un libro que está por escribirse. Amar significa por lo tanto fidelidad; significa decir al otro: ≤te acojo en mi vida por lo que eres, por lo que has sido, pero también me comprometo por aquello que serás mañana y que todavía no conozco≥. La fidelidad o perseverancia del amor en el tiempo, requiere sacrificio, pues no pocas veces esta noble virtud se verá probada. Pero aunque pueda resultar difícil, siempre será ≤posible, noble y meritoria; nadie puede negarlo≥. Para que la fidelidad y el amor perseveren en el tiempo es necesario incluir a Dios a la hora del matrimonio y en la vida matrimonial. El no contar con Dios a la hora del matrimonio y en la vida matrimonial, es colocar la fidelidad mutua, ya desde el inicio, en la cuesta resbaladiza del fracaso. Pues, ¿Quién puede ser fiel a una persona, si la gracia de Dios con la que se vence a la tentación y al pecado no está de por medio?

6) La exigencia.
El amor es exigente, y sólo podrá exigir quien antes se ha exigido a sí mismo. La belleza del amor estriba precisamente en esta exigencia pues solo así el amor constituye el verdadero bien del hombre y lo irradia también a los demás. Juan Pablo II en su Carta a las familias subraya la imperiosa necesidad de que ≤los hombres de hoy descubran este amor exigente, porque en él está el fundamento verdaderamente solido de la familia≥. Esta afirmación es muy importante de cara a la fundamentación de la familia como centro de la civilización del amor. Podemos decir, a la luz de lo anterior, que ella está llamada a edificar la civilización del amor con un amor exigente, pues no exigir del amado lo mejor es indiferencia, lo contrario del amor.

7) La ternura.
La ternura junto con la afectividad, expresa Juan Pablo II en Familiaris Consortio, ≤constituyen el alma profunda de la sexualidad humana, incluso en su dimensión física≥, que libera a la sexualidad del peligro de ser usada como un objeto y le proporciona en cambio, su verdadera y plena dimensión humana. La ternura es fruto de una intimidad especial entre los dos cónyuges y expresa una singular presencia del amante en el amado en donde ser reconoce la originalidad y singularidad de la otra persona. Esta presencia genera el deseo de comunicar el propio aprecio y la propia cercanía que la persona vive en su interior. Esto es precisamente lo que se quiere comunicar en la ternura: la propia presencia en cuanto se hace compañía del otro. Esta presencia se comunica por medio de gestos que llevan en sí un valor significativo. Por medio del tacto, de la mirada y de las palabras, los cónyuges se transmiten algo más grande que el gesto mismo: comunican la exclusividad del amor. Por lo mismo estos gestos revisten un especial carácter de exclusividad, porque sólo a tal persona amada expresamos así la exclusividad del amor.

Esther María Iannuzzo.


Bibliografía:
MORIANO J.M., Sólo el amor construye. La Familia a la luz del pensamiento de Juan Pablo II, www.lulu.com/spotlight/jmoriano, 2011.

sábado, 17 de septiembre de 2011

COMIENZA HACIENDO LO QUE ES NECESARIO… CONÓCETE, ACÉPTATE Y SUPÉRATE


Quien se conoce como persona, quien se conoce a sí mismo, tendrá ante sus ojos las mil y una posibilidades de crecimiento, descubrirá con facilidad las áreas de oportunidad para desarrollarse, será capaz de establecerse metas a alcanzar, y sobre todo, vivir en paz consigo mismo.

Conocernos a nosotros mismos es una labor fascinante. Es una aventura hermosa. Descubrir nuestra estructura, el por qué de nuestros comportamientos, las necesidades que tenemos por ser personas; el conocimiento de la propia inteligencia y de la voluntad, de la libertad y de la afectividad, de los impulsos y tendencias naturales.

Quien se descubre como criatura de Dios, imagen y semejanza de Él, solidificará su autoestima plenamente. Quien descubre su temperamento, iniciará, si quiere, el fascinante camino de la formación de su propio carácter y de su personalidad.

Quien descubre que amar es la vocación de toda persona humana, se le abre un horizonte inmenso de posibilidades para su crecimiento. Quien conoce sus tendencias naturales y sus impulsos instintivos, ya tendrá la posibilidad de hacerse amo y señor de su corporeidad.

El conocimiento personal abre la puerta a la formación, a las miles de áreas de oportunidad para el crecimiento. Quien se conoce a sí mismo, si es humilde, podrá reconocer sus cualidades y defectos; este reconocimiento le llevará a aceptarse tal cual es, para luego comenzar la aventura de superarse….por eso hay que comenzar por lo necesario y fundamental.

"Comienza haciendo lo que es necesario, después lo que es posible y de repente estarás haciendo lo imposible."

Un rey fue hasta su jardín y descubrió que sus árboles, arbustos y flores se estaban muriendo. El roble le dijo que se moría porque no podía ser tan alto como el pino. Volviéndose al pino, lo halló caído porque no podía dar uvas como la vid. Y la vid se moría porque no podía florecer como la rosa. La rosa lloraba por no ser fuerte y sólida como el roble. Entonces encontró una planta, un clavel floreciendo y más fresco que nunca.

El rey le preguntó: ¿Cómo es que creces tan saludable en medio de este jardín mustio y sombrío? La flor contestó: Quizás sea porque siempre supuse que cuando me plantaste querías claveles; si hubieras querido un roble, lo habrías plantado. En aquel momento me dije: Intentaré ser clavel de la mejor manera que pueda, y heme aquí, el más hermoso y bello clavel de tu jardín."

Somos esto que somos. Vivimos marchitándonos: en nuestras propias insatisfacciones, en nuestras absurdas comparaciones con los demás... si yo fuera, si yo tuviera, si mi vida fuera..., siempre conjugando el futuro incierto en vez del presente concreto, empecinados en no querer ver, que la felicidad es un estado subjetivo y voluntario.

Podemos elegir hoy estar felices con lo que somos, con lo que tenemos, o vivir amargados por lo que no tenemos o no podemos ser. Sólo podremos florecer el día que aceptemos que somos lo que somos, que somos únicos y que nadie puede hacer lo que nosotros vinimos a hacer.

Quien se conoce a sí mismo, posee una gran arma: saber quién es, su fisonomía moral, psicológica, afectiva, e incluso física; entonces, podrá planear serena y confiadamente un plan personal para su crecimiento como persona.

Quien se acepta tal cual es, ya inició su camino de perfección, de crecimiento, pues ya sabe y acepta lo que tiene naturalmente, su base humana para crecer. ¡Acéptate tal cual eres! Con todas tus grandezas y tus flaquezas, tus cualidades y tus debilidades, tus aciertos y tus errores, tus triunfos y tus derrotas.

Quien se supera, quien se esfuerza por ser mejor, quien lucha por su crecimiento personal, podrá amar mejor a los demás, servirlos mejor, acelerará su camino a la madurez personal, será más dueño de sí mismo, será más grato a Dios.

"Comienza haciendo lo que es necesario, después lo que es posible y de repente estarás haciendo lo imposible."

P. Dennis Doren, L.C.

ddoren@legionaries.org

Salmo 22. «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»


BENEDICTO XVI

AUDIENCIA GENERAL

Sala Pablo VI
Miércoles 14 de septiembre de 2011


Queridos hermanos y hermanas:
En la catequesis de hoy quiero afrontar un Salmo con fuertes implicaciones cristológicas, que continuamente aparece en los relatos de la pasión de Jesús, con su doble dimensión de humillación y de gloria, de muerte y de vida. Es el Salmo 22, según la tradición judía, 21 según la tradición greco-latina, una oración triste y conmovedora, de una profundidad humana y una riqueza teológica que hacen que sea uno de los Salmos más rezados y estudiados de todo el Salterio. Se trata de una larga composición poética, y nosotros nos detendremos en particular en la primera parte, centrada en el lamento, para profundizar algunas dimensiones significativas de la oración de súplica a Dios.
 
Este Salmo presenta la figura de un inocente perseguido y circundado por los adversarios que quieren su muerte; y él recurre a Dios en un lamento doloroso que, en la certeza de la fe, se abre misteriosamente a la alabanza. En su oración se alternan la realidad angustiosa del presente y la memoria consoladora del pasado, en una sufrida toma de conciencia de la propia situación desesperada que, sin embargo, no quiere renunciar a la esperanza. Su grito inicial es un llamamiento dirigido a un Dios que parece lejano, que no responde y parece haberlo abandonado:
 
«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? A pesar de mis gritos, mi oración no te alcanza. Dios mío, de día te grito, y no me respondes; de noche, y no me haces caso» (vv. 2-3).
 
Dios calla, y este silencio lacera el ánimo del orante, que llama incesantemente, pero sin encontrar respuesta. Los días y las noches se suceden en una búsqueda incansable de una palabra, de una ayuda que no llega; Dios parece tan distante, olvidadizo, tan ausente. La oración pide escucha y respuesta, solicita un contacto, busca una relación que pueda dar consuelo y salvación. Pero si Dios no responde, el grito de ayuda se pierde en el vacío y la soledad llega a ser insostenible. Sin embargo, el orante de nuestro Salmo tres veces, en su grito, llama al Señor «mi» Dios, en un extremo acto de confianza y de fe. No obstante toda apariencia, el salmista no puede creer que el vínculo con el Señor se haya interrumpido totalmente; y mientras pregunta el por qué de un supuesto abandono incomprensible, afirma que «su» Dios no lo puede abandonar.
 
Como es sabido, el grito inicial del Salmo, «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», es citado por los evangelios de san Mateo y de san Marcos como el grito lanzado por Jesús moribundo en la cruz (cf. Mt 27, 46; Mc 15, 34). Ello expresa toda la desolación del Mesías, Hijo de Dios, que está afrontando el drama de la muerte, una realidad totalmente contrapuesta al Señor de la vida. Abandonado por casi todos los suyos, traicionado y negado por los discípulos, circundado por quien lo insulta, Jesús está bajo el peso aplastante de una misión que debe pasar por la humillación y la aniquilación. Por ello grita al Padre, y su sufrimiento asume las sufridas palabras del Salmo. Pero su grito no es un grito desesperado, como no lo era el grito del salmista, en cuya súplica recorre un camino atormentado, desembocando al final en una perspectiva de alabanza, en la confianza de la victoria divina. Puesto que en la costumbre judía citar el comienzo de un Salmo implicaba una referencia a todo el poema, la oración desgarradora de Jesús, incluso manteniendo su tono de sufrimiento indecible, se abre a la certeza de la gloria. «¿No era necesario que el Mesías padeciera esto y entrara así en su gloria?», dirá el Resucitado a los discípulos de Emaús (Lc 24, 26). En su Pasión, en obediencia al Padre, el Señor Jesús pasa por el abandono y la muerte para alcanzar la vida y donarla a todos los creyentes.
 
A este grito inicial de súplica, en nuestro Salmo 22, responde, en doloroso contraste, el recuerdo del pasado:
 
«En ti confiaban nuestros padres, confiaban, y los ponías a salvo; a ti gritaban, y quedaban libres, en ti confiaban, y no los defraudaste» (vv. 5-6).
 
Aquel Dios que al salmista parece hoy tan lejano, es, sin embargo, el Señor misericordioso que Israel siempre experimentó en su historia. El pueblo al cual pertenece el orante fue objeto del amor de Dios y puede testimoniar su fidelidad. Comenzando por los patriarcas, luego en Egipto y en la larga peregrinación por el desierto, en la permanencia en la tierra prometida en contacto con poblaciones agresivas y enemigas, hasta la oscuridad del exilio, toda la historia bíblica fue una historia de clamores de ayuda por parte del pueblo y de respuestas salvíficas por parte de Dios. Y el salmista hace referencia a la fe inquebrantable de sus padres, que «confiaron» —por tres veces se repite esta palabra— sin quedar nunca decepcionados. Ahora, sin embargo, parece que esta cadena de invocaciones confiadas y respuestas divinas se haya interrumpido; la situación del salmista parece desmentir toda la historia de la salvación, haciendo todavía más dolorosa la realidad presente.
 
Pero Dios no se puede retractar, y es entonces que la oración vuelve a describir la triste situación del orante, para inducir al Señor a tener piedad e intervenir, come siempre había hecho en el pasado. El salmista se define «gusano, no un hombre, vergüenza de la gente, desprecio del pueblo» (v. 7), se burlan, se mofan de él (cf. v. 8), y herido precisamente en la fe: «Acudió al Señor, que lo ponga a salvo; que lo libre si tanto lo quiere» (v. 9), dicen. Bajo los golpes socarrones de la ironía y del desprecio, parece que el perseguido casi pierde los propios rasgos humanos, como el siervo sufriente esbozado en el Libro de Isaías (cf. Is 52, 14; 53, 2b-3). Y como el justo oprimido del Libro de la Sabiduría (cf. 2, 12-20), como Jesús en el Calvario (cf. Mt 27, 39-43), el salmista ve puesta en tela de juicio la relación con su Señor, con relieve cruel y sarcástico de aquello que lo está haciendo sufrir: el silencio de Dios, su ausencia aparente. Sin embargo, Dios ha estado presente en la existencia del orante con una cercanía y una ternura incuestionables. El salmista recuerda al Señor: «Tú eres quien me sacó del vientre, me tenías confiado en los pechos de mi madre; desde el seno pasé a tus manos» (vv. 10-11a). El Señor es el Dios de la vida, que hace nacer y acoge al neonato, y lo cuida con afecto de padre. Y si antes se había hecho memoria de la fidelidad de Dios en la historia del pueblo, ahora el orante evoca de nuevo la propia historia personal de relación con el Señor, remontándose al momento particularmente significativo del comienzo de su vida. Y ahí, no obstante la desolación del presente, el salmista reconoce una cercanía y un amor divinos tan radicales que puede ahora exclamar, en una confesión llena de fe y generadora de esperanza: «desde el vientre materno tú eres mi Dios» (v. 11b). El lamento se convierte ahora en súplica afligida: «No te quedes lejos, que el peligro está cerca y nadie me socorre» (v. 12). La única cercanía que percibe el salmista y que le asusta es la de los enemigos. Por lo tanto, es necesario que Dios se haga cercano y lo socorra, porque los enemigos circundan al orante, lo acorralan, y son como toros poderosos, como leones que abren de par en par la boca para rugir y devorar (cf. vv. 13-14). La angustia altera la percepción del peligro, agrandándolo. Los adversarios se presentan invencibles, se han convertido en animales feroces y peligrosísimos, mientras que el salmista es como un pequeño gusano, impotente, sin defensa alguna. Pero estas imágenes usadas en el Salmo sirven también para decir que cuando el hombre se hace brutal y agrede al hermano, algo de animalesco toma la delantera en él, parece perder toda apariencia humana; la violencia siempre tiene en sí algo de bestial y sólo la intervención salvífica de Dios puede restituir al hombre su humanidad. Ahora, para el salmista, objeto de una agresión tan feroz, parece que ya no hay salvación, y la muerte empieza a posesionarse de él: «Estoy como agua derramada, tengo los huesos descoyuntados [...] mi garganta está seca como una teja, la lengua se me pega al paladar [...] se reparten mi ropa, echan a suerte mi túnica» (vv. 15.16.19). Con imágenes dramáticas, que volvemos a encontrar en los relatos de la pasión de Cristo, se describe el desmoronamiento del cuerpo del condenado, la aridez insoportable que atormenta al moribundo y que encuentra eco en la petición de Jesús «Tengo sed» (cf. Jn 19, 28), para llegar al gesto definitivo de los verdugos que, como los soldados al pie de la cruz, se repartían las vestiduras de la víctima, considerada ya muerta (cf. Mt 27, 35; Mc 15, 24; Lc 23, 34; Jn 19, 23-24).
 
He aquí entonces, imperiosa, de nuevo la petición de ayuda: «Pero tú, Señor, no te quedes lejos; fuerza mía, ven corriendo a ayudarme [...] Sálvame» (vv. 20.22a). Este es un grito que abre los cielos, porque proclama una fe, una certeza que va más allá de toda duda, de toda oscuridad y de toda desolación. Y el lamento se transforma, deja lugar a la alabanza en la acogida de la salvación: «Tú me has dado respuesta. Contaré tu fama a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré» (vv. 22c-23). De esta forma, el Salmo se abre a la acción de gracias, al gran himno final que implica a todo el pueblo, los fieles del Señor, la asamblea litúrgica, las generaciones futuras (cf. vv. 24-32). El Señor acudió en su ayuda, salvó al pobre y le mostró su rostro de misericordia. Muerte y vida se entrecruzaron en un misterio inseparable, y la vida ha triunfado, el Dios de la salvación se mostró Señor invencible, que todos los confines de la tierra celebrarán y ante el cual se postrarán todas las familias de los pueblos. Es la victoria de la fe, que puede transformar la muerte en don de la vida, el abismo del dolor en fuente de esperanza.
 
Hermanos y hermanas queridísimos, este Salmo nos ha llevado al Gólgota, a los pies de la cruz de Jesús, para revivir su pasión y compartir la alegría fecunda de la resurrección. Dejémonos, por tanto, invadir por la luz del misterio pascual incluso en la aparente ausencia de Dios, también en el silencio de Dios, y, como los discípulos de Emaús, aprendamos a discernir la realidad verdadera más allá de las apariencias, reconociendo el camino de la exaltación precisamente en la humillación, y la manifestación plena de la vida en la muerte, en la cruz. De este modo, volviendo a poner toda nuestra confianza y nuestra esperanza en Dios Padre, en el momento de la angustia también nosotros le podremos rezar con fe, y nuestro grito de ayuda se transformará en canto de alabanza. Gracias.

jueves, 8 de septiembre de 2011

¿Cambiar el mundo?

Otro mundo es posile.
En una noche de insomnio, sin poder reconciliar el sueño. Una de esas noches raras que me asustan, me vino a la mente esa pregunta que me hizo un joven y me dejo inquieto: ¿Se perfila un mundo mejor? ¿Que la violencia, el hambre, los desórdenes sociales algún día terminarán? La pregunta me impresionó. En ese momento me quedé callado. Bajé la mirada y me retiré confundido. A este requerimiento se suma el recuerdo de la mirada profunda de aquel joven. Tal vez con la esperanza ya perdida. ¿Realmente caminamos hacia un mundo mejor, más humano?

Ante la situación del mundo y de las ideas que pululan en los medios de comunicación podemos entrever una respuesta algo pesimista. Da la impresión, que como dice el refrán: “vamos de mal en peor”. A este pesimismo se suma la respuesta de Dios, que como en la cruz, guarda silencio. ¿Por qué este silencio de Dios? Pero también de los hombres. Silencio de la ONU ante la hambruna en África; silencio de los gobiernos ante las propuestas del aborto y de la Eutanasia; silencio de los ricos ante las ingentes necesidades de los pobres; silencio de los buenos ante las dramáticas arremetidas de los malos; en fin, no sólo Dios calla.

La gran motivación de un joven, que yo también tuve, fue esta: cambiar el mundo. Es cierto que algunos han influido fuertemente y han cambiado el mundo. Pensemos por ejemplo en Steve Jobs que revolucionó la tecnología; pensemos en Mark Zuckerberg con la revolución de las redes sociales; pensemos en Albert Einstein que revolucionó la ciencia. Y así tantos hombres y mujeres que han cambiado las formas de relacionarnos con el mundo.

Sin embargo, ese no es el cambio que queremos; no es el cambio que alguna vez soñé; no es el cambio que hoy reclaman muchos hombres en el mundo. Pero ese cambio no se da sin una toma de conciencia profunda de la pregunta fundamental ¿Quién soy? ¿Quién es el hombre? La respuesta a esta pregunta sí que es pesimista. No estamos aquí para cambiar nada. Cuando Aristóteles se hizo esta pregunta, la respuesta no fue “cambiar el mundo”. Fue ser virtuoso y con ello alcanzar la anhelada felicidad. De aquí por tanto, podemos deducir que el mundo cambiará, siempre y cuando no nos compliquemos la vida preguntándonos por la misión que tenemos o por la forma en que cambiaríamos el mundo. La respuesta es más sencilla: seamos verdaderos hombres.


P. Daniel Muñoz, L.C.

jueves, 1 de septiembre de 2011

El ideal del educador calasancio según San José de Calasanz



Características que debían poseer los sacerdotes-pedagogos escolapios.

   Calasanz tenía un concepto tan alto del educador, y particularmente del maestro elemental, que llega a llamarlo ≤cooperator veritatis≥, es decir, cooperador de Dios en la propagación, en la difusión de la verdad.
   Calasanz quería que ciertas cualidades y dote físicas y psíquicas ya preexistieran como sustrato biopsicológico en el futuro educador. Él intuía que ciertos tipos y ciertos caracteres ya por naturaleza son educadores, mientras que otros no. Expresó su deseo de tener sujetos óptimos. Llegó a declarar ≤que es mejor ser pocos y buenos que muchos imperfectos≥.
   Las características y cualidades que según Calasanz debían poseer los maestros, y en particular los sacerdotes-maestros escolapios son las siguientes:

 

1. El concepto de educador según Calasanz (sus dotes y cualidades naturales)
   El maestro según el concepto calasancio, debe ser un apóstol, un misionero de la verdad que, difundiendo la luz disipe las tinieblas de la ignorancia, salve a los hombres de la esclavitud intelectual y moral y les haga verdaderamente felices. Es de él de quien depende, en cierto grado, el destino eterno, además del bienestar temporal de los hombres, tanto de cada individuo en particular como de las naciones en general.
   Pero un sujeto tal no nace espontáneamente, y Calasanz lo sabía, por ello exige una diligente selección de estos y su formación sumamente solicita; ante todo en la vida espiritual e interior, y después en las letras, en la didáctica y en la pedagogía. Además de otras cualidades, consideradas también fundamentales, como el buen ingenio, la buena índole y las buena costumbres. El educador calasancio debe tener también buena salud de cuerpo y de espíritu. Calasanz no despreciaba una cierta dignidad del aspecto externo, que, según él, tiene no poco valor educativo.

2. El amor de Dios y del prójimo en el educador calasancio.
     Para Calasanz la principal virtud del educador calasancio es el amor para con Dios y para con el prójimo, que cristaliza después en el amor práctico para con los niños, en la caridad pedagógica. Este amor lejos de ser inactivo, se condensa y se concentran en un afecto hacia el educando que lo lleva a comportarse como un ángel custodio, ≤al servicio de los niños≥, y ≤en su labor entre los pequeños≥ ≤para preservarles y salvarles del mal≥, ≤para dirigirles por el buen camino≥, ≤para iluminarles con la luz de Dios en el mundo≥ y, en suma, ≤para salvar sus almas y también sus cuerpos≥.
    Este amor del educador calasancio para con el alumno debe ser, ante todo, verdaderamente paternal. Como verdadero padre, él debe mostrar para con los escolares la benignidad y mansedumbre del Señor mismo y les debe convencer ≤con la verdad declarada, con amor de padre, mucho más que con gritos y palabras injuriosas≥, así su amor paternal será comprendido y correspondido por los escolares. Podría decirse que este amor pedagógico tiende a un solo objeto: que los educandos lleguen a ser ≤hábiles para santificarse y engrandecerse en el cielo≥.
 
3. La paciencia del educador calasancio.
   Calasanz quiere que la caridad pedagógica del educador vaya siempre acompañada de la paciencia, para él la caridad y la paciencia siempre van juntas. Con ≤gran paciencia≥ se puede esperar ≤gran recolección≥; más aún con la paciencia se puede obtener todo. La virtud de la paciencia mantiene lejos del educador la precipitación, la cólera, y si él consigue, ≤junto con la paciencia, hacer acopio de alegría, realizará obras de gran mérito≥. Sin paciencia, el educador no puede hacer nada, siendo ésta la manifestación práctica de la caridad.
    El educador calasancio dotado de la virtud verdaderamente pedagógica de la paciencia, sabe que ≤no es posible que inmediatamente se haga uno perfecto≥, y por ello debe soportar eventuales imperfecciones de los educandos y ≤poco a poco ayudarles a mejorar con advertencias paternales≥. La paciencia, acompañada de la virtud de la perseverancia, le servirá también en el tratamiento de los individuos difíciles, psicológicamente enfermos. 

4. La humildad del educador calasancio.
    El educador calasancio debe ser humilde, porque debe ser perfecto en toda virtud, y particularmente en la caridad. Y como ya hemos mencionado en el punto uno, deber ser un hombre de vida interior, Calasanz considera que el camino para llegar a ser sabio y prudente en la escuela interior es la santa humildad. Considera, además, que la humildad es inherente al oficio mismo del educador-maestro, que debe continuamente adaptarse al nivel cultural y moral y a la capacidad de los niños.
    Un espíritu soberbio y orgulloso no será jamás apto para la obra educativa, porque nunca sabrá olvidarse de sí mismo, ni pensar en las exigencias verdaderamente concretas del educando. La humildad confiere a los educadores una cierta facilidad y eficacia en comunicar sus propias ideas, sus propios pensamientos y propia virtud a los educandos, mientras que las palabras del educador proferidas sin humildad son palabras sin espíritu que no impresionan. La humildad hará al educador sirvo fiel de la verdad.
   Calasanz puso como modelo de humildad a sus educadores a la Santísima Virgen María, Madre de Dios, la más humilde educadora del más grande Educando.
 
5. La pobreza del educador calasancio.
   La pobreza debe contribuir a la perfección del educador calasancio, porque, según él, ≤es necesario que quien desea hacer cosa grata a Dios y servicio útil al prójimo sea verdadero despreciador de toda cosa terrena y tenga la esperanza únicamente en Dios≥. El educador calasancio debe ser pobre. Porque debe dedicarse totalmente al servicio de los pobres; debe hacerse accesible a todos, ayudar a todos y no ser gravoso para nadie.
   Sólo el maestro pobre podrá trabajar con celo por los pobres, sólo él podrá comprenderles, sólo él podrá vivir independiente, inmune de la corrupción del mundo; sólo él podrá dignamente y sin interés representar y comunicar la verdad y la bondad divinas. Como la Madre de Dios pobre educó a su hijito divino pobre también, así el educador calasancio pobre debe educar a los ≤pobrecitos≥ hijos de Dios.
 
6. La castidad del educador calasancio.
    La castidad es una virtud indispensable del educador calasancio. Uno de sus principales deberes es el de afirmar a los jóvenes en el ejercicio fácil y estable de la angélica virtud, cosa que no podría hacer sin poseer él mismo todas las garantías necesarias para una vida pura, casta e inmaculada.
  Calasanz y sus primeros compañeros sacerdotes y pedagogos, si bien de una parte estaban convencidos de la importancia de esta virtud en el educador, por otra parte tuvieron la visión de que esta virtud podría hallarse amenazada precisamente en el ejercicio de la actividad pedagógica. En vista de esto, para evitar toda ocasión de peligro, Calasanz quiso que las habitaciones de los Padres estuviesen completamente separadas del colegio y que jamás los estudiantes fuesen allí introducidos. Así mismo ordenó, que no permitía nunca que el educador quedara solo con alguno de los alumnos.
    El educador, decía Calasanz, debe estar inmune de todo afecto particular y no puede jamás tocar, acariciar, a los niños, ni castigarles con sus propias manos.
    El principal modelo de castidad para el educador calasancio era la Reina de las Escuelas Pías, la castísima Virgen María.

7. La vida interior del educador calasancio.
    Calasanz quiere que el educador sea ≤hombre de espíritu≥, que tenga ≤un espíritu grande y fervor para ayudar no sólo a los jovencitos en las escuelas, sino también a los seglares, con ejemplo y doctrina, a abrazar el verdadero paraíso≥. El sabe y profesa que para educar a los jóvenes, aparte de la ciencia y de las cualidades didácticas, el educador debe tener una ejemplar vida espiritual y vivir una intensa vida interior. Vida interior que es alimentada y ayudada por el espíritu de recogimiento y se haya toda invadida de un profundo espíritu de oración, porque solamente así podrá afrontar las inevitables dificultades y hacer frente a las no pocas fatigas.
   Ya interiormente dispuesto, debe llegar a hacerse amigo sincero y fiel del silencio, porque sólo de esa forma podrá llegar al contacto inmediato con Dios y sentir las insinuaciones del Espíritu Santo, sumo y digno pedagogo, y únicamente así su hablar disciplinado y parco resulta educativo e instructivo en vez de destructivo.

8. El educador calasancio religioso.
   Según la concepción de Calasanz el educador debe ser religioso porque solo los votos religiosos le pueden proporcionar aquella estabilidad y perseverancia en la virtud que se requiere en la profesión pedagógica, y sólo los votos lo atan y estimulan con eficacia a su continuo y ciertamente no pequeño sacrificio.
  Calasanz quiere que sus educadores sean religiosos con votos solemnes, para hacerles más estables en su vocación pedagógica, para obligarles solemnemente con el vínculo de tales votos al alto ministerio de la educación. Además de los tres votos ordinariamente emitidos por los religiosos, les quiso obligar con un cuarto voto especial de la enseñanza. Con este cuarto voto Calasanz da un carácter, una impronta indeleble, a su orden. La dedica y casi la consagra a la educación de los jóvenes, y así se constituye en fundador de la primera orden educadora por excelencia.

9. El educador calasancio sacerdote.
    Calasanz quiso que sus educadores, además de religiosos, fuesen posiblemente sacerdotes, ≤siendo más a propósito sacerdotes para educar bien a los escolares que los clérigos y hermanos≥. El sacerdote, formado ≤en el conocimiento y amor de las cosas espirituales y eternas, resulta más a propósito para ayudar al prójimo ≥, y será más apto ≤para hacer conocer a los escolares, mediante el instituto, el camino de la perfección≥. Además, la alta dignidad del sacerdocio le dará autoridad y le conciliará respeto, en tanto que su carácter sacerdotal le dará mayor competencia en las cosas espirituales.
    Dada la gran importancia pedagógica que se atribuye en las Escuelas Pías a la enseñanza de la doctrina cristiana, a la frecuencia asidua a los sacramentos, a la piadosa practica de la oración continua, al oratorio festivo – quehaceres todos ellos por excelencia sacerdotales -, la misma naturaleza de las cosas requiere que el motor principal y casi exclusivo de tal sistema lo sea el educador-sacerdote.

10. Otras cualidades pedagógicas del educador calasancio.
   Quiso también Calasanz que el sacerdote-educador  calasancio estuviese adorando de otras cualidades por excelencia pedagógicas. La primera de ellas es la autoridad del educador. Según él el educador debe hacerse estimar, respetar, reverenciar, obedecer y amar por los escolares. ≤El educador debe ser respetado y amado por los buenos y temido por los malos y relajados≥. Esta autoridad no debe nunca basarse en un excesivo rigor, sino que se debe conseguir gracias a una feliz combinación ≤de severidad y benignidad≥, ≤uniendo la autoridad con la discreción≥, ser ≤más amado que temido≥. Quiso, así mismo, que esta autoridad no fuera comprometida por el maestro con su poco saber, con sus acciones o con su actuación poco pedagógica.
    Esta autoridad debe estar acompañada de otra cualidad que es la ejemplaridad. Enseña Calasanz que ≤más mueven los ejemplos que las palabras≥ y que el educador ≤primero debe obrar y después enseñar≥. El educador debe llevar una vida totalmente ejemplar y que dé a sus escolares un ≤buenisimo≥ ejemplo ≤tanto en las cosas del espíritu como en las letras≥. Debe ser consciente de que ≤las faltas de los superiores, por pequeñas que sean, son conocidas y notadas por los súbditos≥, y que ≤toda pequeña falta que notasen en él podría ser de gran daño al aprovechamiento de los educandos≥.
   Para Calasanz el educador debe ser también un buen psicólogo, es decir, una persona que pueda y sepa conocer hasta el fondo al educando. En el ejercicio del magisterio, ≤no debe guiar a todos a la perfección de la misma manera, sino conforme al talento de cada uno≥; también en el difícil quehacer de hacerse comprender y entender debe acomodarse a la capacidad de cada cual≥; debe ≤usar con todos tal estilo, que a cada uno aplique cada tarea para la que tiene talento≥.
   Con este profundo conocimiento del educando y con este acomodarse a su capacidad y carácter, no resultará tan difícil para el educador llegar a ser, en cierto sentido, maestro absoluto; así no se verá obligado a hablar a sus alumnos de modo genérico, sino que encontrará para cada uno las palabras más convenientes; de esa manera ≤animará a los escolares a ser diligentes en las escuelas y con más facilidad atraerá al servicio de Dios≥.
   Si bien, todas estas características enunciadas y descritas precedentemente, corresponden al ideal del educador-sacerdote calasansio querido por San José de Calasanz para formar parte de la orden por él fundada, y que hoy es conocida en todo el mundo como “Escuelas Pías”, no cabe duda de que muchas de ellas deberían ser poseídas por todos los educadores en general. Como decía Calasanz ≤el educador debe ser ejemplar≥. El educador es un punto de referencia para los niños y para los jóvenes, así como lo son los padres, primeros y principales educadores. La responsabilidad del futuro de los niños y de los jóvenes, y por ende, de la humanidad en general, recae principalmente sobre los padres y los maestros de hoy. Con los ejemplos que dan con sus palabras y con sus acciones, con los valores o antivalores que propagan, con su poca o mucha profundidad interior, con el hecho de ser personas coherentes e integras o no, los padres y maestros están construyendo, en gran medida, querámoslo o no, el mundo que nos espera.

Esther María Iannuzzo.



Nota:
 El libro de referencia utilizado para la elaboración de este artículo es SAN JOSÉ DE CALASANZ, Obra pedagógica, György Sántha, La Editorial Católica, S.A., 1984.