Intenciones del Santo Padre Benedicto XVI para el mes de Septiembre 2011

PAPA FRANCISCO

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy comenzamos de nuevo con las catequesis del Año de la fe, reflexionando sobre la resurrección de Jesús. ¿Cómo se ha transmitido esta verdad de fe? En las Escrituras encontramos dos tipos de testimonios al respecto: el primero, las breves fórmulas como la que hemos escuchado en la lectura del Apóstol, que indican con concisión el núcleo de la fe: la pasión, muerte y resurrección del Señor. El segundo, las narraciones que relatan el acontecimiento. Es significativo el hecho de que sean mujeres, que según la ley no podían dar un testimonio fiable, las primeras en anunciar la resurrección. Dios no las elige con criterios humanos sino que mira a su corazón. Su experiencia parte del amor, que las mueve a acudir al sepulcro, y que las hace capaces de acoger el signo de la tumba vacía y el anuncio del mensajero de Dios, y trasmitirlo, pues la alegría y la esperanza que las invade no se puede contener.

Audiencia General 03 de abril del 2013.



lunes, 31 de diciembre de 2012

MENSAJE DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI PARA LA CELEBRACIÓN DE LA XLVI JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ 1 DE ENERO DE 2013.


Bienaventurados los que trabajan por la Paz.   
  
1. Cada nuevo año trae consigo la esperanza de un mundo mejor. En esta perspectiva, pido a Dios, Padre de la humanidad, que nos conceda la concordia y la paz, para que se puedan cumplir las aspiraciones de una vida próspera y feliz para todos.

Trascurridos 50 años del Concilio Vaticano II, que ha contribuido a fortalecer la misión de la Iglesia en el mundo, es alentador constatar que los cristianos, como Pueblo de Dios en comunión con él y caminando con los hombres, se comprometen en la historia compartiendo las alegrías y esperanzas, las tristezas y angustias[1], anunciando la salvación de Cristo y promoviendo la paz para todos.

En efecto, este tiempo nuestro, caracterizado por la globalización, con sus aspectos positivos y negativos, así como por sangrientos conflictos aún en curso, y por amenazas de guerra, reclama un compromiso renovado y concertado en la búsqueda del bien común, del desarrollo de todos los hombres y de todo el hombre.

Causan alarma los focos de tensión y contraposición provocados por la creciente desigualdad entre ricos y pobres, por el predominio de una mentalidad egoísta e individualista, que se expresa también en un capitalismo financiero no regulado. Aparte de las diversas formas de terrorismo y delincuencia internacional, representan un peligro para la paz los fundamentalismos y fanatismos que distorsionan la verdadera naturaleza de la religión, llamada a favorecer la comunión y la reconciliación entre los hombres.

Y, sin embargo, las numerosas iniciativas de paz que enriquecen el mundo atestiguan la vocación innata de la humanidad hacia la paz. El deseo de paz es una aspiración esencial de cada hombre, y coincide en cierto modo con el deseo de una vida humana plena, feliz y lograda. En otras palabras, el deseo de paz se corresponde con un principio moral fundamental, a saber, con el derecho y el deber a un desarrollo integral, social, comunitario, que forma parte del diseño de Dios sobre el hombre. El hombre está hecho para la paz, que es un don de Dios.

Todo esto me ha llevado a inspirarme para este mensaje en las palabras de Jesucristo: «Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9).

La bienaventuranza evangélica

2. Las bienaventuranzas proclamadas por Jesús (cf. Mt 5,3-12; Lc 6,20-23) son promesas. En la tradición bíblica, en efecto, la bienaventuranza pertenece a un género literario que comporta siempre una buena noticia, es decir, un evangelio que culmina con una promesa. Por tanto, las bienaventuranzas no son meras recomendaciones morales, cuya observancia prevé que, a su debido tiempo –un tiempo situado normalmente en la otra vida–, se obtenga una recompensa, es decir, una situación de felicidad futura. La bienaventuranza consiste más bien en el cumplimiento de una promesa dirigida a todos los que se dejan guiar por las exigencias de la verdad, la justicia y el amor. Quienes se encomiendan a Dios y a sus promesas son considerados frecuentemente por el mundo como ingenuos o alejados de la realidad. Sin embargo, Jesús les declara que, no sólo en la otra vida sino ya en ésta, descubrirán que son hijos de Dios, y que, desde siempre y para siempre, Dios es totalmente solidario con ellos. Comprenderán que no están solos, porque él está a favor de los que se comprometen con la verdad, la justicia y el amor. Jesús, revelación del amor del Padre, no duda en ofrecerse con el sacrificio de sí mismo. Cuando se acoge a Jesucristo, Hombre y Dios, se vive la experiencia gozosa de un don inmenso: compartir la vida misma de Dios, es decir, la vida de la gracia, prenda de una existencia plenamente bienaventurada. En particular, Jesucristo nos da la verdadera paz que nace del encuentro confiado del hombre con Dios.

La bienaventuranza de Jesús dice que la paz es al mismo tiempo un don mesiánico y una obra humana. En efecto, la paz presupone un humanismo abierto a la trascendencia. Es fruto del don recíproco, de un enriquecimiento mutuo, gracias al don que brota de Dios, y que permite vivir con los demás y para los demás. La ética de la paz es ética de la comunión y de la participación. Es indispensable, pues, que las diferentes culturas actuales superen antropologías y éticas basadas en presupuestos teórico-prácticos puramente subjetivistas y pragmáticos, en virtud de los cuales las relaciones de convivencia se inspiran en criterios de poder o de beneficio, los medios se convierten en fines y viceversa, la cultura y la educación se centran únicamente en los instrumentos, en la tecnología y la eficiencia. Una condición previa para la paz es el desmantelamiento de la dictadura del relativismo moral y del presupuesto de una moral totalmente autónoma, que cierra las puertas al reconocimiento de la imprescindible ley moral natural inscrita por Dios en la conciencia de cada hombre. La paz es la construcción de la convivencia en términos racionales y morales, apoyándose sobre un fundamento cuya medida no la crea el hombre, sino Dios: « El Señor da fuerza a su pueblo, el Señor bendice a su pueblo con la paz », dice el Salmo 29 (v. 11).

La paz, don de Dios y obra del hombre.

3. La paz concierne a la persona humana en su integridad e implica la participación de todo el hombre. Se trata de paz con Dios viviendo según su voluntad. Paz interior con uno mismo, y paz exterior con el prójimo y con toda la creación. Comporta principalmente, como escribió el beato Juan XXIII en la Encíclica Pacem in Terris, de la que dentro de pocos meses se cumplirá el 50 aniversario, la construcción de una convivencia basada en la verdad, la libertad, el amor y la justicia[2]. La negación de lo que constituye la verdadera naturaleza del ser humano en sus dimensiones constitutivas, en su capacidad intrínseca de conocer la verdad y el bien y, en última instancia, a Dios mismo, pone en peligro la construcción de la paz. Sin la verdad sobre el hombre, inscrita en su corazón por el Creador, se menoscaba la libertad y el amor, la justicia pierde el fundamento de su ejercicio.

Para llegar a ser un auténtico trabajador por la paz, es indispensable cuidar la dimensión trascendente y el diálogo constante con Dios, Padre misericordioso, mediante el cual se implora la redención que su Hijo Unigénito nos ha conquistado. Así podrá el hombre vencer ese germen de oscuridad y de negación de la paz que es el pecado en todas sus formas: el egoísmo y la violencia, la codicia y el deseo de poder y dominación, la intolerancia, el odio y las estructuras injustas.

La realización de la paz depende en gran medida del reconocimiento de que, en Dios, somos una sola familia humana. Como enseña la Encíclica Pacem in Terris, se estructura mediante relaciones interpersonales e instituciones apoyadas y animadas por un « nosotros » comunitario, que implica un orden moral interno y externo, en el que se reconocen sinceramente, de acuerdo con la verdad y la justicia, los derechos recíprocos y los deberes mutuos. La paz es un orden vivificado e integrado por el amor, capaz de hacer sentir como propias las necesidades y las exigencias del prójimo, de hacer partícipes a los demás de los propios bienes, y de tender a que sea cada vez más difundida en el mundo la comunión de los valores espirituales. Es un orden llevado a cabo en la libertad, es decir, en el modo que corresponde a la dignidad de las personas, que por su propia naturaleza racional asumen la responsabilidad de sus propias obras.

La paz no es un sueño, no es una utopía: la paz es posible. Nuestros ojos deben ver con mayor profundidad, bajo la superficie de las apariencias y las manifestaciones, para descubrir una realidad positiva que existe en nuestros corazones, porque todo hombre ha sido creado a imagen de Dios y llamado a crecer, contribuyendo a la construcción de un mundo nuevo. En efecto, Dios mismo, mediante la encarnación del Hijo, y la redención que él llevó a cabo, ha entrado en la historia, haciendo surgir una nueva creación y una alianza nueva entre Dios y el hombre (cf. Jr 31,31-34), y dándonos la posibilidad de tener « un corazón nuevo » y « un espíritu nuevo » (cf. Ez 36,26).

Precisamente por eso, la Iglesia está convencida de la urgencia de un nuevo anuncio de Jesucristo, el primer y principal factor del desarrollo integral de los pueblos, y también de la paz. En efecto, Jesús es nuestra paz, nuestra justicia, nuestra reconciliación (cf. Ef 2,14; 2Co 5,18). El que trabaja por la paz, según la bienaventuranza de Jesús, es aquel que busca el bien del otro, el bien total del alma y el cuerpo, hoy y mañana.

A partir de esta enseñanza se puede deducir que toda persona y toda comunidad –religiosa, civil, educativa y cultural– está llamada a trabajar por la paz. La paz es principalmente la realización del bien común de las diversas sociedades, primarias e intermedias, nacionales, internacionales y de alcance mundial. Precisamente por esta razón se puede afirmar que las vías para construir el bien común son también las vías a seguir para obtener la paz.

Los que trabajan por la paz son quienes aman, defienden
y promueven la vida en su integridad.

4. El camino para la realización del bien común y de la paz pasa ante todo por el respeto de la vida humana, considerada en sus múltiples aspectos, desde su concepción, en su desarrollo y hasta su fin natural. Auténticos trabajadores por la paz son, entonces, los que aman, defienden y promueven la vida humana en todas sus dimensiones: personal, comunitaria y transcendente. La vida en plenitud es el culmen de la paz. Quien quiere la paz no puede tolerar atentados y delitos contra la vida.

Quienes no aprecian suficientemente el valor de la vida humana y, en consecuencia, sostienen por ejemplo la liberación del aborto, tal vez no se dan cuenta que, de este modo, proponen la búsqueda de una paz ilusoria. La huida de las responsabilidades, que envilece a la persona humana, y mucho más la muerte de un ser inerme e inocente, nunca podrán traer felicidad o paz. En efecto, ¿cómo es posible pretender conseguir la paz, el desarrollo integral de los pueblos o la misma salvaguardia del ambiente, sin que sea tutelado el derecho a la vida de los más débiles, empezando por los que aún no han nacido? Cada agresión a la vida, especialmente en su origen, provoca inevitablemente daños irreparables al desarrollo, a la paz, al ambiente. Tampoco es justo codificar de manera subrepticia falsos derechos o libertades, que, basados en una visión reductiva y relativista del ser humano, y mediante el uso hábil de expresiones ambiguas encaminadas a favorecer un pretendido derecho al aborto y a la eutanasia, amenazan el derecho fundamental a la vida.

También la estructura natural del matrimonio debe ser reconocida y promovida como la unión de un hombre y una mujer, frente a los intentos de equipararla desde un punto de vista jurídico con formas radicalmente distintas de unión que, en realidad, dañan y contribuyen a su desestabilización, oscureciendo su carácter particular y su papel insustituible en la sociedad.

Estos principios no son verdades de fe, ni una mera derivación del derecho a la libertad religiosa. Están inscritos en la misma naturaleza humana, se pueden conocer por la razón, y por tanto son comunes a toda la humanidad. La acción de la Iglesia al promoverlos no tiene un carácter confesional, sino que se dirige a todas las personas, prescindiendo de su afiliación religiosa. Esta acción se hace tanto más necesaria cuanto más se niegan o no se comprenden estos principios, lo que es una ofensa a la verdad de la persona humana, una herida grave inflingida a la justicia y a la paz.

Por tanto, constituye también una importante cooperación a la paz el reconocimiento del derecho al uso del principio de la objeción de conciencia con respecto a leyes y medidas gubernativas que atentan contra la dignidad humana, como el aborto y la eutanasia, por parte de los ordenamientos jurídicos y la administración de la justicia.

Entre los derechos humanos fundamentales, también para la vida pacífica de los pueblos, está el de la libertad religiosa de las personas y las comunidades. En este momento histórico, es cada vez más importante que este derecho sea promovido no sólo desde un punto de vista negativo, como libertad frente –por ejemplo, frente a obligaciones o constricciones de la libertad de elegir la propia religión–, sino también desde un punto de vista positivo, en sus varias articulaciones, como libertad de, por ejemplo, testimoniar la propia religión, anunciar y comunicar su enseñanza, organizar actividades educativas, benéficas o asistenciales que permitan aplicar los preceptos religiosos, ser y actuar como organismos sociales, estructurados según los principios doctrinales y los fines institucionales que les son propios. Lamentablemente, incluso en países con una antigua tradición cristiana, se están multiplicando los episodios de intolerancia religiosa, especialmente en relación con el cristianismo o de quienes simplemente llevan signos de identidad de su religión.

El que trabaja por la paz debe tener presente que, en sectores cada vez mayores de la opinión pública, la ideología del liberalismo radical y de la tecnocracia insinúan la convicción de que el crecimiento económico se ha de conseguir incluso a costa de erosionar la función social del Estado y de las redes de solidaridad de la sociedad civil, así como de los derechos y deberes sociales. Estos derechos y deberes han de ser considerados fundamentales para la plena realización de otros, empezando por los civiles y políticos.

Uno de los derechos y deberes sociales más amenazados actualmente es el derecho al trabajo. Esto se debe a que, cada vez más, el trabajo y el justo reconocimiento del estatuto jurídico de los trabajadores no están adecuadamente valorizados, porque el desarrollo económico se hace depender sobre todo de la absoluta libertad de los mercados. El trabajo es considerado una mera variable dependiente de los mecanismos económicos y financieros. A este propósito, reitero que la dignidad del hombre, así como las razones económicas, sociales y políticas, exigen que « se siga buscando como prioridad el objetivo del acceso al trabajo por parte de todos, o lo mantengan ». La condición previa para la realización de este ambicioso proyecto es una renovada consideración del trabajo, basada en los principios éticos y valores espirituales, que robustezca la concepción del mismo como bien fundamental para la persona, la familia y la sociedad. A este bien corresponde un deber y un derecho que exigen nuevas y valientes políticas de trabajo para todos.

Construir el bien de la paz mediante un nuevo modelo de desarrollo y de economía.

5. Actualmente son muchos los que reconocen que es necesario un nuevo modelo de desarrollo, así como una nueva visión de la economía. Tanto el desarrollo integral, solidario y sostenible, como el bien común, exigen una correcta escala de valores y bienes, que se pueden estructurar teniendo a Dios como referencia última. No basta con disposiciones de muchos medios y una amplia gama de opciones, aunque sean de apreciar. Tanto los múltiples bienes necesarios para el desarrollo, como las opciones posibles deben ser usados según la perspectiva de una vida buena, de una conducta recta que reconozca el primado de la dimensión espiritual y la llamada a la consecución del bien común. De otro modo, pierden su justa valencia, acabando por ensalzar nuevos ídolos.

Para salir de la actual crisis financiera y económica – que tiene como efecto un aumento de las desigualdades – se necesitan personas, grupos e instituciones que promuevan la vida, favoreciendo la creatividad humana para aprovechar incluso la crisis como una ocasión de discernimiento y un nuevo modelo económico. El que ha prevalecido en los últimos decenios postulaba la maximización del provecho y del consumo, en una óptica individualista y egoísta, dirigida a valorar a las personas sólo por su capacidad de responder a las exigencias de la competitividad. Desde otra perspectiva, sin embargo, el éxito auténtico y duradero se obtiene con el don de uno mismo, de las propias capacidades intelectuales, de la propia iniciativa, puesto que un desarrollo económico sostenible, es decir, auténticamente humano, necesita del principio de gratuidad como manifestación de fraternidad y de la lógica del don. En concreto, dentro de la actividad económica, el que trabaja por la paz se configura como aquel que instaura con sus colaboradores y compañeros, con los clientes y los usuarios, relaciones de lealtad y de reciprocidad. Realiza la actividad económica por el bien común, vive su esfuerzo como algo que va más allá de su propio interés, para beneficio de las generaciones presentes y futuras. Se encuentra así trabajando no sólo para sí mismo, sino también para dar a los demás un futuro y un trabajo digno.

En el ámbito económico, se necesitan, especialmente por parte de los estados, políticas de desarrollo industrial y agrícola que se preocupen del progreso social y la universalización de un estado de derecho y democrático. Es fundamental e imprescindible, además, la estructuración ética de los mercados monetarios, financieros y comerciales; éstos han de ser estabilizados y mejor coordinados y controlados, de modo que no se cause daño a los más pobres. La solicitud de los muchos que trabajan por la paz se debe dirigir además – con una mayor resolución respecto a lo que se ha hecho hasta ahora – a atender la crisis alimentaria, mucho más grave que la financiera. La seguridad de los aprovisionamientos de alimentos ha vuelto a ser un tema central en la agenda política internacional, a causa de crisis relacionadas, entre otras cosas, con las oscilaciones repentinas de los precios de las materias primas agrícolas, los comportamientos irresponsables por parte de algunos agentes económicos y con un insuficiente control por parte de los gobiernos y la comunidad internacional. Para hacer frente a esta crisis, los que trabajan por la paz están llamados a actuar juntos con espíritu de solidaridad, desde el ámbito local al internacional, con el objetivo de poner a los agricultores, en particular en las pequeñas realidades rurales, en condiciones de poder desarrollar su actividad de modo digno y sostenible desde un punto de vista social, ambiental y económico.

La educación a una cultura de la paz:
el papel de la familia y de las instituciones.

6. Deseo reiterar con fuerza que todos los que trabajan por la paz están llamados a cultivar la pasión por el bien común de la familia y la justicia social, así como el compromiso por una educación social idónea.

Ninguno puede ignorar o minimizar el papel decisivo de la familia, célula base de la sociedad desde el punto de vista demográfico, ético, pedagógico, económico y político. Ésta tiene como vocación natural promover la vida: acompaña a las personas en su crecimiento y las anima a potenciarse mutuamente mediante el cuidado recíproco. En concreto, la familia cristiana lleva consigo el germen del proyecto de educación de las personas según la medida del amor divino. La familia es uno de los sujetos sociales indispensables en la realización de una cultura de la paz. Es necesario tutelar el derecho de los padres y su papel primario en la educación de los hijos, en primer lugar en el ámbito moral y religioso. En la familia nacen y crecen los que trabajan por la paz, los futuros promotores de una cultura de la vida y del amor.

En esta inmensa tarea de educación a la paz están implicadas en particular las comunidades religiosas. La Iglesia se siente partícipe en esta gran responsabilidad a través de la nueva evangelización, que tiene como pilares la conversión a la verdad y al amor de Cristo y, consecuentemente, un nuevo nacimiento espiritual y moral de las personas y las sociedades. El encuentro con Jesucristo plasma a los que trabajan por la paz, comprometiéndoles en la comunión y la superación de la injusticia.

Las instituciones culturales, escolares y universitarias desempeñan una misión especial en relación con la paz. A ellas se les pide una contribución significativa no sólo en la formación de nuevas generaciones de líderes, sino también en la renovación de las instituciones públicas, nacionales e internacionales. También pueden contribuir a una reflexión científica que asiente las actividades económicas y financieras en un sólido fundamento antropológico y ético. El mundo actual, particularmente el político, necesita del soporte de un pensamiento nuevo, de una nueva síntesis cultural, para superar tecnicismos y armonizar las múltiples tendencias políticas con vistas al bien común. Éste, considerado como un conjunto de relaciones interpersonales e institucionales positivas al servicio del crecimiento integral de los individuos y los grupos, es la base de cualquier educación a la auténtica paz.

Una pedagogía del que trabaja por la paz

7. Como conclusión, aparece la necesidad de proponer y promover una pedagogía de la paz. Ésta pide una rica vida interior, claros y válidos referentes morales, actitudes y estilos de vida apropiados. En efecto, las iniciativas por la paz contribuyen al bien común y crean interés por la paz y educan para ella. Pensamientos, palabras y gestos de paz crean una mentalidad y una cultura de la paz, una atmósfera de respeto, honestidad y cordialidad. Es necesario enseñar a los hombres a amarse y educarse a la paz, y a vivir con benevolencia, más que con simple tolerancia. Es fundamental que se cree el convencimiento de que « hay que decir no a la venganza, hay que reconocer las propias culpas, aceptar las disculpas sin exigirlas y, en fi n, perdonar »,de modo que los errores y las ofensas puedan ser en verdad reconocidos para avanzar juntos hacia la reconciliación. Esto supone la difusión de una pedagogía del perdón. El mal, en efecto, se vence con el bien, y la justicia se busca imitando a Dios Padre que ama a todos sus hijos (cf. Mt 5,21-48). Es un trabajo lento, porque supone una evolución espiritual, una educación a los más altos valores, una visión nueva de la historia humana. Es necesario renunciar a la falsa paz que prometen los ídolos de este mundo y a los peligros que la acompañan; a esta falsa paz que hace las conciencias cada vez más insensibles, que lleva a encerrarse en uno mismo, a una existencia atrofiada, vivida en la indiferencia. Por el contrario, la pedagogía de la paz implica acción, compasión, solidaridad, valentía y perseverancia.

Jesús encarna el conjunto de estas actitudes en su existencia, hasta el don total de sí mismo, hasta « perder la vida » (cf. Mt 10,39; Lc 17,33; Jn 12,35). Promete a sus discípulos que, antes o después, harán el extraordinario descubrimiento del que hemos hablado al inicio, es decir, que en el mundo está Dios, el Dios de Jesús, completamente solidario con los hombres. En este contexto, quisiera recordar la oración con la que se pide a Dios que nos haga instrumentos de su paz, para llevar su amor donde hubiese odio, su perdón donde hubiese ofensa, la verdadera fe donde hubiese duda. Por nuestra parte, junto al beato Juan XXIII, pidamos a Dios que ilumine también con su luz la mente de los que gobiernan las naciones, para que, al mismo tiempo que se esfuerzan por el justo bienestar de sus ciudadanos, aseguren y defiendan el don hermosísimo de la paz; que encienda las voluntades de todos los hombres para echar por tierra las barreras que dividen a los unos de los otros, para estrechar los vínculos de la mutua caridad, para fomentar la recíproca comprensión, para perdonar, en fin, a cuantos nos hayan injuriado. De esta manera, bajo su auspicio y amparo, todos los pueblos se abracen como hermanos y florezca y reine siempre entre ellos la tan anhelada paz.

Con esta invocación, pido que todos sean verdaderos trabajadores y constructores de paz, de modo que la ciudad del hombre crezca en fraterna concordia, en prosperidad y paz.

Vaticano, 8 de diciembre de 2012.



BENEDICTUS PP. XVI



domingo, 30 de diciembre de 2012

Meditación del papa para el Ángelus en la solemnidad de la Sagrada Familia.



CIUDAD DEL VATICANO, domingo 30 December 2012.

¡Queridos hermanos y hermanas!
Hoy es la fiesta de la Sagrada Familia de Nazaret. En la liturgia, el pasaje del evangelio de Lucas nos presenta a la Virgen María y a san José, que fieles a la tradición, suben hasta Jerusalén para la Pascua, junto a Jesús que tenía doce años. La primera vez que Jesús entró en Templo del Señor fue a los cuarenta días después de su nacimiento, cuando sus padres habían ofrecido "un par de tórtolas o dos pichones" (Lc. 2,24) por él, que era el sacrificio de los pobres. "Lucas, cuyo evangelio está lleno de toda una teología de los pobres y de la pobreza, sugiere que la familia de Jesús estaba considerada entre los pobres de Israel; nos hace entender que entre ellos podía madurar el cumplimiento de la promesa" (L'infanzia di Gesù, 96).

Jesús hoy está de nuevo en el Templo, pero esta vez tiene un papel diferente, que lo involucra en primera persona. Cumple así, con María y José, la peregrinación a Jerusalén según lo prescrito en la Ley (cf. Ex 23,17; 34,23ss) --a pesar de que aún no había cumplido el decimotercer año de edad--. Una señal de la profunda religiosidad de la Sagrada Familia. Sin embargo, cuando sus padres vuelven hacia Nazaret, sucede algo inesperado: Él, sin decir nada, se queda en la ciudad. Durante tres días, Maria y José lo buscan y lo encuentran en el Templo, hablando con los maestros de la Ley (cf. Lc. 2,46-47); y cuando le piden explicaciones, Jesús dice que no tienen de qué asombrarse, porque aquel es su lugar, es su casa, con el Padre, que es Dios (cf. La Infancia de Gesù, 143).

"Él –escribe Orígenes--, declara estar en el templo de su Padre, aquel Padre que nos ha revelado y del cual dice que es el Hijo» (Homilías sobre el Evangelio de Lucas, 18, 5). La preocupación de María y José por Jesús, es la misma de cualquier padre que educa a un hijo, lo introduce a la vida y a la comprensión de la realidad. Hoy en día, por lo tanto, es necesario hacer una oración especial al Señor por todas las familias del mundo.

Imitando a la Sagrada Familia de Nazaret, los padres deben preocuparse seriamente por el crecimiento y la educación de sus propios hijos, a fin de que maduren como hombres responsables y ciudadanos honestos, sin olvidar nunca que la fe es un precioso regalo con el cual alimentar a los propios hijos, incluso con el ejemplo personal . Al mismo tiempo, recemos para que cada niño sea acogido como un don de Dios, sea sostenido por el amor tanto el padre como de la madre, a fin de poder crecer como el Señor Jesús "en sabiduría, edad y gracia ante Dios y ante los hombres" (Lc. 2,52). El amor, la lealtad y la dedicación de María y José sean un ejemplo para todas las parejas cristianas, que no son solo los amigos o los dueños de la vida de sus hijos, sino los guardianes de este don incomparable de Dios. Que el silencio de José, hombre justo (cf. Mt. 1,19), y el ejemplo de María, que guardaba todo en su corazón (cf. Lc. 2,51), nos haga entrar en el misterio pleno de la fe y de la humanidad de la Sagrada Familia. Deseo que todas las familias cristianas vivan en la presencia de Dios con el mismo amor y con la misma alegría de la familia de Jesús, María y José.


Benedicto XVI.

Fuente de la Información: http://www.zenit.org/article-43999?l=spanish


Decálogo para ser fiel en el Matrimonio (Parte II)



«Ser fiel es la virtud de los fuertes, de los convencidos.
Te invito a formar parte de este equipo, te llenará de
satisfacción y paz interior».

6) Superar el pasado para no volver las páginas de agravios del otro.
“Fuiste, me hiciste, dejaste de hacer, te lo decía”, son frases de reproche. Lo pasado hay que perdonarlo con grandeza de alma. Sobre el pasado se debe construir un futuro de amor y perdón. Si se sacan continuamente los agravios, la herida no cura, no cicatriza, sigue supurando y termina con tensiones.

7) Dominar la tendencia a controlar, vigilar al cónyuge.
“¿Qué hiciste, con quién estuviste?”. El matrimonio tiene que tener como base la confianza en el otro. Si continuamente se desconfía del cónyuge, se tiene miedo a la infidelidad, se vive con celos, ese matrimonio es un tormento. El cónyuge no debe ser nunca policía del otro cónyuge, sino compañero y amigo.

8) Cultivar el sentido del humor.
El buen humor oxigena al matrimonio. La vida no es una tragedia ni tampoco una comedia, es un drama con cosas buenas y malas. El humor logra un buen nivel de higiene mental. La persona sin humor se vuelve suspicaz, malhumorado, susceptible. El buen humor hace crecer en armonía y calma el matrimonio.

9) Gratifica a tu esposo/a con un día azul y cada año con un buen regalo.
Hay que romper la monotonía, la rutina. Hay que salir a pasear con la esposa e hijos, llevarlos a comer a algún lado, regalarles algo sorpresivamente sin tener que esperar a cumpleaños, aniversarios.

10) Integrar todos los aspectos del amor (afectivo, amistoso, sexual, espiritual).

Afectivo: el amor afectivo comunica ternura ¿Qué es la ternura? Es ese meterse en el estado de ánimo del otro, compartir ese ánimo ¿Cómo es posible que el esposo/a no se de cuenta que el otro cónyuge está enfermo, triste? ¿Por qué? La ternura se acerca al alma para dar comprensión al otro, es altruista, es deseo de comprensión, de aceptación del otro. En cambio la sensualidad es egoísta, busca su propio placer, su propio interés de goce. El amor afectivo en el matrimonio se manifiesta a través de una caricia noble, una sonrisa. Es desinteresado.

Sexual: el sexo es un instrumento que ha puesto Dios para dos finalidades: procrear (comunicar vida) y para crecer en el amor, en la entrega dentro del matrimonio. De esta manera el sexo se convierte en un lenguaje interior profundo con el ansia de transmitir al otro lo que somos. Es la entrega de toda la persona, si no se da esto, es pura satisfacción. La pornografía distorsiona el sentido del sexo. El cuerpo no es un bien de consumo, es instrumento de diálogo profundo de dos personas. Freud dijo: “todos los males que nos acontecen nos vienen por reprimir al sexo” y aconseja darse el gusto. Es evidente que esta afirmación no es cierta. Pero a su vez la Iglesia tiene su regla sobre la vida sexual la cual debe ser: serena, equilibrada, sana y dentro de los cauces de la dignidad humana. El sexo dentro de la pareja, del noviazgo no debe ser lo más importante, lo único. Si estas relaciones comienzan así van por mal camino ya que divinizan, entronizan al sexo. El sexo es un medio para el fin que ya explicamos antes. Convertir el sexo en un fin en sí mismo es un error.

Amistoso: amar al otro como persona, respetarlo como tal. Encontrar en el otro un otro yo con el cual compartir alegrías, tristezas, gozos, dudas. Es el amor que de da al otro en la intimidad de la persona. Una persona digna a la que nos damos, nos revelamos. Amar al otro buscando, queriendo, protegiendo, defendiendo el bien del otro. El amor de amistad dice: yo te quiero porque eres tú, te hago feliz porque te quiero, mientras que el egoísta dice: me haces feliz porque me satisfaces. El egoísmo es el gusano del amor. Tener un amigo es tener un tesoro, quien lo encuentre que no lo pierda. Es un amor firme cuando estamos débiles, alegre cuando estamos tristes. Cristo es nuestro mejor amigo, luego debe seguir el cónyuge con el cual vamos a compartir nuestra existencia.

Espiritual: amar al otro porque es hijo de Dios, es hermano en Cristo y tenemos que amarlo con las mismas características del amor divino: con amor de perdón, abierto, que anima, que reparte todo lo que tiene, que sabe ver detrás no sólo al esposo/a sino a un hijo de Dios. Dios ama a todos con amor espiritual y lo trajo a la humanidad a través de Cristo para que así podamos amarlo mejor y amar a los hombres por amor a Dios. Este amor se aumenta con oración y sacramentos. Quien más ora, más amor espiritual tendrá. Si no se da esta dimensión espiritual, las otras dimensiones se caen.



P. Dennis Doren, L.C.
 
 

lunes, 3 de diciembre de 2012

12 Retos para el hombre actual.

Análisis y reflexión.


 

Algunas de las características y desafíos de la vida del laico son los siguientes:


1. Su mundo es la familia, la universidad, el matrimonio, el trabajo, los amigos, la vida social, la política, los deportes, la moda, la cultura, los hobbies y pasatiempos, las redes sociales en internet...

2. Viven de prisa, bajo presión y en medio de continuos imprevistos y sorpresas.

3. Sus sentidos están bombardeados permanentemente por estímulos fuertes, invasivos y agresivos, lo cual provoca mucho ruido interior y gran dispersión mental.

4. El contraste de vida social y soledad interior duele mucho.

5. La presión social, la competencia, los conflictos familiares y laborales, causan mucha turbación.

6. Sus ilusiones, planes, sueños, aspiraciones, son los propios de un laico.

7. El ejercicio de la libertad es todo un reto. La dificultad de tomar decisiones a la luz del evangelio en circunstancias tan nuevas y adversas es muy difícil.

8. La experiencia del límite y del fracaso en la búsqueda de la verdadera felicidad se presenta a cada paso.

9. La pregunta por el sentido de tantas cosas no encuentra respuestas simples ni se comprende el recurso a las respuestas sobrenaturales.

10. El materialismo, el consumismo y el exceso de tantas cosas sin satisfacciones duraderas les produce mucho cansancio y decepción.

11. Las responsabilidades son muchas, muy fuertes y las tienen que afrontar en medio de circunstancias incontrolables.

12. «La vocación de los fieles laicos a la santidad implica que la vida según el Espíritu se exprese particularmente en su inserción en las realidades temporales y en su participación en las actividades terrenas» (Christifideles laici, 17).¡Vaya reto!


P. Dennis Doren, L.C.