Intenciones del Santo Padre Benedicto XVI para el mes de Septiembre 2011

PAPA FRANCISCO

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy comenzamos de nuevo con las catequesis del Año de la fe, reflexionando sobre la resurrección de Jesús. ¿Cómo se ha transmitido esta verdad de fe? En las Escrituras encontramos dos tipos de testimonios al respecto: el primero, las breves fórmulas como la que hemos escuchado en la lectura del Apóstol, que indican con concisión el núcleo de la fe: la pasión, muerte y resurrección del Señor. El segundo, las narraciones que relatan el acontecimiento. Es significativo el hecho de que sean mujeres, que según la ley no podían dar un testimonio fiable, las primeras en anunciar la resurrección. Dios no las elige con criterios humanos sino que mira a su corazón. Su experiencia parte del amor, que las mueve a acudir al sepulcro, y que las hace capaces de acoger el signo de la tumba vacía y el anuncio del mensajero de Dios, y trasmitirlo, pues la alegría y la esperanza que las invade no se puede contener.

Audiencia General 03 de abril del 2013.



jueves, 26 de mayo de 2011

La mentira descubierta, un camino de crecimiento.

Hoy hablamos mucho de formación de la niñez y de la juventud, ahora nos tenemos que preguntar ¿Quiénes estamos verdaderamente dispuestos a formar y a dejarse formar? Es clara la necesidad tan grande que nuestros niños y jóvenes tienen de verdaderos, auténticos, humildes y sagaces formadores; y esta labor nos corresponde a todos, sacerdotes, maestros, padres de familia… El buen formador, el buen guía necesita de una característica muy especial, la humildad… Para que el formador sepa llevar a cabo su cometido como instrumento dócil en manos de Dios, tiene que ser muy humilde. Papá, mamá y maestro; la humildad, la sencillez y la dulzura atraen, la aspereza, la cerrazón repele. Y para que el formando colabore con su formador y se abra como tierra blanda y buena, dispuesta a acoger la semilla y a hacerla fructi¬ficar, ha de ser humilde. ¿En qué consiste la actitud humilde que hace fecunda la relación que se instaura entre formador y alumno, entre padre e hijo?

Santa Teresa nos dice con razón que “humildad es andar en la verdad”. No es humildad creernos o sentirnos más ni menos de lo que somos. "No eres más porque te alaben, ni menos porque te vituperen” -dice Kempis-. Lo que eres a los ojos de Dios, eso eres" fundamentalmente, pues humildad es la actitud por la que uno se reco¬noce gustosamente creatura de Dios, hecha por Él para servirle, amarle, glorificarle y poseerle, en esta vida y en la otra.

En la siguiente historia, vemos con claridad esta actitud hoy tan ausente en padres y en formadores; hay que sacar de cada hecho una oportunidad de formación ¿formación para quién?, ¿para el papá o para el hijo? te respondo, para ambos.

El Dr. Arun Gandhi, nieto de Mahatma Gandhi y fundador del instituto M.K. Gandhi para la Vida Sin Violencia, en su lectura del 9 de Junio en la Universidad de Puerto Rico, compartió la siguiente historia como un ejemplo de la vida sin violencia por parte de los padres:

"Yo tenía 16 años y estaba viviendo con mis padres en el instituto que mi abuelo había fundado en las afueras, a 18 millas de la ciudad de Durban, en Sudáfrica, en medio de plantaciones de azúcar.

Estábamos bien al interior del país y no teníamos vecinos, así que a mis dos hermanas y a mí, siempre nos entusiasmaba el poder ir a la ciudad a visitar amigos o ir al cine. Un día mi padre me pidió que le llevara a la ciudad para asistir a una conferencia que duraba el día entero, y yo aproveché esa oportunidad. Como iba a la ciudad, mi madre me dio una lista de cosas del supermercado que necesitaba, y como iba a pasar todo el día ahí, mi padre me pidió que me hiciera cargo de algunas cosas pendientes, como llevar el auto al taller. Cuando me despedí de mi padre, él me dijo: Nos vemos aquí a las 5 p.m. y volvemos a la casa juntos.

Después de completar muy rápidamente todos los encargos, me fui hasta el cine más cercano; me concentré tanto en la película, una película doble de John Wayne, que me olvidé del tiempo. Eran las 5:30 p. m. cuando me acordé. Corrí al taller, conseguí el auto y me apresuré hasta donde mi padre me estaba esperando. Eran casi las 6 p.m., él me preguntó con ansiedad ¿Por qué llegas tarde?

Me sentía mal por eso y no le podía decir que estaba viendo una película de John Wayne; entonces le dije que el auto no estaba listo y tuve que esperar... esto lo dije sin saber que mi padre ya había llamado al taller. Cuando se dio cuenta que había mentido, me dijo:

Algo no anda bien en la manera como te he criado puesto que no te he dado la confianza de decirme la verdad. Voy a reflexionar qué es lo que hice mal contigo: Voy a caminar las 18 millas a la casa y a pensar sobre esto.

Así que vestido con su traje y sus zapatos elegantes, empezó a caminar hasta la casa por caminos que no estaban ni pavimentados ni alumbrados. No lo podía dejar solo, así que yo manejé 5 horas y media detrás de él, viendo a mi padre sufrir la agonía de una mentira estúpida que yo había dicho.

Decidí desde ahí que nunca más iba a mentir. Muchas veces me acuerdo de este episodio y pienso: Si me hubiese castigado de la manera como nosotros castigamos a nuestros hijos ¿hubiese aprendido la lección?

¡No lo creo! Hubiese sufrido el castigo y hubiese seguido haciendo lo mismo. Pero esta acción de humildad y auténtico ejemplo fue tan fuerte, que la tengo impresa en la memoria como si fuera ayer.

¡Éste es el poder de la verdadera formación y aprendizaje ante las situaciones que van tocando la puerta de nuestra vida!


Ahora te toca a tí sacar las conclusiones, a tí que eres papá y maestro y a tí que eres hijo; la respuesta, como siempre, está en tu corazón, en tu mente y en tu voluntad, para que comiences a hacer algo diferente en tu vida.


P. Dennis Doren, L.C.


ddoren@legionaries.org

martes, 24 de mayo de 2011

Tercera Catequesis de Benedicto XVI sobre la Oración.



Audiencia General
Plaza San Pedro
Miércoles, 18 de mayo 2011.

Queridos hermanos y hermanas,

En las dos pasadas catequesis hemos reflexionado sobre la oración como fenómeno universal, que – mientras que en diversas formas – está presente en las culturas de todos los tiempos. Hoy, en vez, quisiera iniciar un recorrido bíblico sobre este tema, que nos guiará a profundizar el dialogo de alianza entre Dios y el hombre que anima la historia de la salvación, hasta el culmine, a la palabra definitiva que es Jesucristo. Esta camino nos llevará a detenernos en algunos textos importantes y figuras paradigmáticas del Antiguo y nuevo Testamento. Será Abraham, el gran patriarca, padre de todos los creyentes (cfr. Rm 4,11-12.16-17) , a ofrecernos un primer ejemplo de oración, en la intersección por las ciudades de Sodoma y Gomorra. Y quisiera también invitarlos a aprovechar el recorrido que haremos en las próximas catequesis para aprender a conocer más la Biblia, que espero tenga en sus casas, y, durante la semana, se detengan a leerla y meditarla en la oración, para conocer la maravillosa historia de la relación entre Dios y el hombre, entre Dios que se comunica con nosotros y el hombre que responde, que ora.

El primer texto sobre el que reflexionaremos se encuentra en el capítulo 18 del Libro del Génesis; se narra que la maldad de los habitantes de Sodoma y Gomorra había llegado al culmine, tanto como para hacer necesaria la intervención de Dios para cumplir un acto de justicia y para parar el mal destruyendo aquellas ciudades. Es aquí que interviene Abraham con su oración de intersección. Dios decide revelarle aquello que está por suceder y le hace conocer la gravedad del mal y sus terribles consecuencias, porque Abraham es su elegido, escogido para  convertirse en un gran pueblo y hacer llegar la bendición divina a todo el mundo. La suya es una misión de salvación, que debe responder al pecado que ha invadido la realidad del hombre; a través de él el Señor quiere reconducir la humanidad a la fe, a la obediencia, a la justicia. Y ahora, este amigo de Dios se abre a la realidad y a la necesidad del mundo, ora por aquellos que están por ser castigados y pide que sean salvados.


Es ésta solicitud de justicia que Abraham expresa en su intersección, una solicitud que se basa en la certeza de que el Señor es misericordioso. Abraham no pide a Dios una cosa contraria a su esencia, toca la puerta del corazón de Dios conociendo la verdadera voluntad. Cierto Sodoma es una gran ciudad, cincuenta justos parecen poca cosa, pero la justicia de Dios y su perdón no son acaso manifestaciones de la fuerza del bien, aun si parece más pequeño y más débil que el mal? La destrucción de Sodoma debía frenar el mal presente en la ciudad, pero Abraham sabe que Dios tiene otros modos y otros medios para poner frenos a la difusión del mal. Es el perdón que interrumpe la espiral del pecado, y Abraham, en su dialogo con Dios, apela exactamente a esto. Y cuando el Señor acepta perdonar la ciudad si encuentra a los cincuenta justos, su oración de intersección comienza a bajar hacia los abismos de la misericordia divina. Abraham – como recodamos – hace disminuir progresivamente el numero de los inocentes necesarios para la salvación: sino son cincuenta, podrían bastar cuarenta y cinco, y luego siempre más abajo hasta diez, continuando con su suplica, que se hace casi valiente en la insistencia: ≤quizás allá se encontraran cuarenta… treinta… veinte… diez≥ (cfr. vv. 29.30.31.32). Y más bajo se hace el número, más grande se revela y se manifiesta la misericordia de Dios, que escucha con paciencia la oración, la acoge y repita a cada súplica: ≤perdonaré, … no destruiré, … no haré≥ (cfr. vv. 26.28.29.30.31.32).


Así, por la intersección de Abraham, Sodoma podrá ser salvada, si en ella se encuentran solamente diez inocentes. Es esta la potencia de la oración. Porque a través de la intersección, la oración a Dios por la salvación de los otros, se manifiesta y se expresa el deseo de salvación que Dios vierte siempre sobre el hombre pecador. El mal, de hecho, no puede ser aceptado, sebe ser señalado y destruido a través de la punición. Pero el Señor no quiere la muerte del malvado, sino que se convierta y viva (cfr. Ez 18,23; 33,11); su deseo es siempre el de perdonar, salvar, dar vida, transformar el mal en bien. Y bien, es justo este deseo divino que, en la oración, se convierte en deseo del hombre y se expresa a través de las palabras de intersección. Con su súplica, Abraham está prestando su voz, y también su corazón a la voluntad divina: el deseo de Dios es misericordia, amor y voluntad de salvación, y este deseo de Dios ha encontrado en Abraham y en su oración la posibilidad de manifestarse en modo concreto al interno de la historia de los hombres, para estar presente donde hay necesidad de gracia. Con la voz de su oración, Abraham está dando voz al deseo de Dios, que no es aquél de destruir, sino de salvar Sodoma, de dar vida al pecador convertido.


Abraham asume inmediatamente el problema en toda su gravedad, y le dice al Señor: ≤De verdad exterminaras al justo con el impío? Quizás hay cincuenta justo en la ciudad: de verdad los quieres eliminar? Y no perdonarás a aquel lugar para resguardar a los cincuenta justos que allí se encuentran? Lejos de ti el hacer morir al justo con el impío, así que el justo sea tratado como el impío; lejos de ti! Quizás el juez de la tierra no practicará la justicia?≥ (vv. 23-25). Con estas palabras, con gran coraje, Abraham pone delante de Dios la necesidad de evitar una justicia total: si la ciudad es culpable, es justo condenar su falta e infligir una pena, pero – afirma el gran patriarca – sería injusto punir en modo indiscriminado a todos sus habitantes. Si en la ciudad hay inocentes, estos no pueden ser tratados como culpables. Dios, que es un juez justo, no puede obrar así, dice Abraham justamente a Dios.


Si leemos, pero, más atentamente el texto, nos damos cuenta que la petición de Abraham es aun más seria y más profunda, porque no se limita a solicitar la salvación para los inocentes. Abraham pide el perdón para toda la ciudad y lo hace apelando a la justicia de Dios; dice, de hecho, al Señor: ≤Y no perdonaras a aquél lugar para resguardar a los cincuenta justo que allí se encuentran?≥ (v. 24b). Así, pone en juego una nueva idea de justicia: no aquella que se limita a punir a los culpables, como hacen los hombres, sino una justicia diferente, divina, que busca el bien y lo crea a través del perdón que transforma al pecador, lo convierte y lo salva. Con su oración, por lo tanto, Abraham no invoca una justicia meramente retributiva, sino una intervención de salvación, que, teniendo en cuenta a los inocentes, libera de la culpa también a los impíos, perdonándolos. El pensamiento de Abraham, que parecía casi paradójico, se podría sintetizar así: obviamente no se puede tratar a los inocentes como culpables, esto sería injusto, se necesita en vez tratar a los culpables como a los inocentes, haciendo un acto de justicia “superior”, ofreciéndoles a ellos una posibilidad de salvación, porque si los delincuentes aceptan el perdón de Dios y confiesan su culpa dejándose salvar, no continuarán haciendo el mal,  se convertirán ellos también en justos, sin que haya más necesidad de que sean punidos.
  

Es esto lo que el Señor quiere, y su dialogo con Abraham es una prolongada e inequívoca manifestación de su amor misericordioso. La necesidad de encontrar hombres justos al interno de la ciudad se hace siempre menos exigente y al final bastarán diez para salvar la totalidad de la población. Por cuál motivo Abraham se para en diez, no se menciona en el texto. Quizás es un número que indica un núcleo comunitario mínimo (todavía hoy, diez personas son un quórum necesario para la oración hebraica). Sin embargo, se trata de un número pequeño, una pequeña parte de bien del cual partir para salvar un gran mal. Pero ni siquiera diez justos se encontraron en Sodoma y Gomorra, y las ciudades fueron destruidas. Una destrucción paradójicamente testimoniada como necesaria propio por la oración de intersección de Abraham. Porque propio aquella oración reveló la voluntad salvífica de Dios: el Señor era dispuesto a perdonar, deseaba hacerlo, pero las ciudades estaban encerradas en un mal total y paralizante, sin ni siquiera pocos inocentes de donde partir para transformar el mal en bien. Porque es propio este el camino de la salvación que también Abraham pedía: ser salvados no quiere decir simplemente escapar de la punición, sino ser liberados del mal en que se vive. No es el castigo que debe ser eliminado, sino el pecado, aquél rechazo de Dios y del amor que lleva ya en sí el castigo. Dirá el profeta Jeremías al pueblo rebelde: ≤Tu misma maldad te castiga y tus rebeliones te punicen. Date cuenta y prueba cuánto es  triste y amargo abandonar al Señor, tu Dios≥  (Jer 2,19). Es de esta tristeza y amargura que el Señor quiere salvar al hombre liberándolo del pecado. Pero es necesaria una transformación desde el interior, cualquier punto de apoyo de bien, un inicio del cual partir para transmutar el mal en bien, el odio en amor, la venganza en perdón. Por eso los justos deben estar dentro de la ciudad, y Abraham continuamente repite: ≤quizás allá se encontrarán…≥. ≤Allá≥: es dentro de la realidad enferma que debe haber aquél germen de bien que pueda sanar y volver a dar la vida. Es una palabra dirigida también a nosotros: que en nuestras ciudades se encuentre el germen del bien; que hagamos de todo para que sean no solo diez los justos, para hacer realmente vivir y sobrevivir nuestras ciudades y para salvarnos de esta amargura interior que es la ausencia de Dios. Y en la realidad enferma de Sodoma y Gomorra aquél germen de bien no se encontraba.

Pero la misericordia de Dios en la historia de su pueblo se extiende ulteriormente. Si para salvar Sodoma bastaban diez justos, el profeta Jeremías dirá, a nombre del omnipotente, que basta un solo justo para salvar a Jerusalén: ≤Recorran la vías de Jerusalén, observen bien e infórmense, busquen en sus plazas si hay un hombre que practica el derecho, y busca la fidelidad, yo la perdonaré.≥ (5,1). El número ha bajado todavía, la bondad de Dios se muestra todavía más grande. Y este todavía no basta, la sobreabundante misericordia de Dios no encuentra la respuesta del bien que busca, y Jerusalén cae bajo el asedio del enemigo. Será necesario que Dios mismo sea aquél justo. Y este es el misterio de la encarnación: para garantizar un Justo Él mismo se hace hombre. El justo estará siempre porque es Él: se necesita, pero, que Dios mismo sea ese justo. El infinito y sorprendente amor divino será plenamente manifestado cuando el Hijo de Dios se haga hombre, el Justo definitivo, el perfecto inocente, que llevará la salvación al mundo entero muriendo sobre la cruz, perdonando e intercediendo por aquellos que ≤no saben lo que hacen≥ (Lc 23,34). Ahora la oración de cada hombre encontrará su respuesta, ahora cada una de nuestras intersecciones será plenamente escuchada.

Queridos hermanos y hermanas, la súplica de Abraham, nuestro padre en la fe, nos enseñe a abrir siempre más el corazón a la misericordia sobreabundante de Dios, para que en la oración cotidiana sepamos desear la salvación de la humanidad y a pedirla con perseverancia y con confianza al Señor que es grande en el amor. Gracias.


Traducido del italiano al español por: Esther María Iannuzzo.
Fuente de la información:
http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/audiences/2011/documents/hf_ben-xvi_aud_20110518_it.html

domingo, 15 de mayo de 2011

Segunda catequesis de Benedicto XVI sobre la Oración.



BENEDICTO XVI
Audiencia General
Plaza San Pedro
11 de Mayo del 2011.

Queridos hermanos y hermanas,

Hoy quiero continuar reflexionando sobre como la oración y el sentido religioso hacen parte del hombre a lo largo de toda su historia.

Nosotros vivimos en una época en la que son evidentes los signos del secularismo. Parece que Dios haya desaparecido del horizonte de varias personas o se haya convertido en una realidad hacia la cual se permanece indiferente. Vemos, pero, al mismo tiempo, muchos signo que nos indican un despertar del sentido religioso, un descubrimiento de la importancia de Dios para la vida del hombre, una exigencia de espiritualidad, de superar una visión puramente horizontal, material de la vida humana. Mirando la historia reciente, ha fracasado la previsión de quien a la época del iluminismo, preanunciaba la desaparición de las religiones y exaltaba una razón absoluta, separada de la fe, una razón que habría disipado las tinieblas de los dogmatismos religiosos y habría disuelto el “mundo sagrado”, restituyéndole al hombre su libertad, su dignidad y su autonomía de Dios. La experiencia del siglo pasado, con las dos trágicas guerras mundiales ha puesto en crisis aquél progreso que la razón autónoma, el hombre sin Dios parecía poder garantizar.

El Catecismo de la Iglesia Católica afirma “Mediante la creación llama a cada ser humano de la nada a la existencia… Aún después de haber perdido la semejanza con Dios a causa del pecado, el hombre permanece a imagen de su creador. El conserva el deseo de aquél que lo llama a la existencia. Todas las religiones testimonian esta esencial búsqueda de parte de los hombres” (2566). Podemos decir – como he mostrado en la pasada catequesis – que no ha existido ninguna gran civilización, desde tiempos más lejanos hasta nuestros días, que no haya sido religiosa.

El hombre por su naturaleza es religioso, es hombre religioso como es homo sapiens y homo faber. “El deseo de Dios – afirma aun el Catecismo – está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios” (N. 27). La imagen del Creador está impresa en su ser y el siente el deseo de encontrar una luz para dar respuesta a las preguntas sobre el sentido profundo de la realidad, respuesta que él no puede encontrar en sí mismo, en el progreso en la ciencia empírica. El hombre religioso no emerge solo de mundos antiguos, él atraviesa toda la historia de la humanidad. A este propósito, el rico terreno de las experiencias humanas ha visto surgir varias formas de religiosidad, en la tentativa de responder al deseo de plenitud y de felicidad, al deseo de salvación, a la búsqueda de sentido. El hombre “digital” como aquél de las cavernas, busca en la experiencia religiosa la vía para superar sus limitaciones y para asegurar su precaria aventura terrena. De resto, la vida sin un horizonte trascendente no tendría un sentido y la felicidad, a la cual tendemos todos, está proyectada espontáneamente hacia el futuro, en un mañana todavía por realizarse. El Concilio Vaticano II, en la Declaración Nostra Aetate, lo ha subrayado sintéticamente: “Los hombres esperan de las varias religiones la respuesta a los enigmas recónditos de la condición humana, que ayer como hoy turban profundamente el corazón del hombre: [- ¿Quién soy yo? -], el sentido y el fin de nuestra vida, el bien y el pecado, el origen y el propósito del dolor, la vía para alcanzar la verdadera felicidad, la muerte, el juicio y la sanción después de la muerte, en fin el último e inefable misterio que circunda nuestra existencia, donde nosotros dibujamos nuestro origen y hacia que tendemos” (n 1). El hombre sabe que no puede responder por si sólo al propio deseo fundamental de entender. Por cuanto se haya ilusionado y se ilusione hasta ahora de ser autosuficiente, el vive la experiencia de no bastarse a sí mismo. Tiene necesidad de abrirse al otro, a alguna cosa, a alguno que pueda donarle eso que le falta, debe salir de sí mismo hacia Aquél que sea en grado de colmar la amplitud y la profundidad de su deseo.
 
El hombre lleva en sí una sed de infinito, una nostalgia de eternidad, una búsqueda de belleza, un deseo de amor, una necesidad de luz y de verdad, que lo impulsan hacia el absoluto; el hombre lleva en sí el deseo de Dios. El hombre sabe, en cualquier modo, de poder dirigirse a Dios, sabe que puede rezarle. Santo Tomas de Aquino, uno de los más grandes teólogos de la historia, define la oración “expresión del deseo que el hombre tiene de Dios”. Esta atracción hacia Dios, que Dios mismo ha puesto en el hombre, es el alma de la oración, que se reviste luego de tantas formas y modalidades según la historia, el tiempo, el momento la gracia e incluso  el pecado de cada orante. La historia del hombre ha conocido, en efecto, diversas formas de oración, porque él ha desarrollado diversas modalidades de apertura hacia el otro y hacia el más allá, tanto que podamos reconocer la oración como una experiencia presente en cada religión y en cada cultura.
De hecho, queridos hermanos y hermanas, como hemos visto el miércoles pasado, la oración no está vinculada a un contexto particular, más se encuentra inscrita en el corazón de cada persona y de cada civilización. Naturalmente, cuando partimos de la oración como experiencia del hombre en cuanto tal, del homo orans, es necesario tener presente que ese es un comportamiento interior, antes que una serie de prácticas y de formas, un modo de ser de frente a Dios antes que el cumplimiento de actos de culto o el pronunciar palabras. La oración tiene su centro y planta sus raíces en lo más profundo de la persona; por eso no es fácilmente  descifrable y, por el mismo motivo, puede ser sujeta a malentendidos y mistificaciones. También en este sentido podemos entender la expresión: orar es difícil. De hecho la oración es el lugar por excelencia de la gratitud, de la tensión hacia lo invisible, lo inesperado y lo inefable. Por eso, la experiencia de la oración es para todos un desafío, una “gracia” a invocar, un don de Aquél al que nos dirigimos.
En la oración, en cada época de la historia, el hombre se considera a sí mismo y su situación de frente a Dios, a partir de Dios y en orden a Dios, y experimenta que es una creatura que necesita ayuda, incapaz de procurarse por sí misma el cumplimiento de la propia existencia y de la propia esperanza. El Filosofo Ludwing Wittgenstein recordaba que “orar significa sentir que el sentido del mundo está fuera del mundo”. En la dinámica de esta relación con quien da sentido a la existencia, con Dios, la oración tiene una de sus típicas expresiones en el gesto de arrodillarse. Es un gesto que lleva en sí una radical ambivalencia: de hecho puedo ser obligado a arrodillarme – condición de indigencia y esclavitud -, pero puedo también arrodillarme espontáneamente, declarando mi límite y, por lo tanto, el tener necesidad de otro. A él le declaro ser débil, necesitado, “pecador”. En la experiencia de la oración la creatura humana expresa todo el conocimiento de sí, todo aquello que logra capturar de la propia existencia y, contemporáneamente, se dirige toda ella hacia el ser de frente al cual está, orienta la propia alma a aquel Misterio del cual se espera el cumplimiento de los deseos más profundos y la ayuda para superar la indigencia de la propia vida. En este mirar a otro, en este dirigirse más allá está la existencia de la oración, como experiencia de una realidad que supera lo sensible y lo contingente.
Sin embargo solo en el Dios que se revela encuentra pleno cumplimiento la búsqueda del hombre. La oración que es apertura y elevación del corazón a Dios, se convierte así en relación personal con Él. Y aun si el hombre olvida a su Creador, el Dios vivo y verdadero no cesa de llamar Él primero al hombre al misterioso encuentro de la oración. Como afirma el Catecismo: “Este paso de amor del Dios fiel viene siempre de primero en la oración; el paso del hombre es siempre una respuesta. Poco a poco Dios se revela y revela el hombre a sí mismo, la oración aparece como una llamada reciproca, un evento de alianza. A través de palabras y actos, este evento compromete el corazón. Se revela a lo largo de toda la historia de la salvación” (n.2567).
Queridos hermanos y hermanas, aprendamos a estar más delate de Dios, de Dios que se ha revelado en Jesucristo, aprendamos a reconocer en el silencio, en el íntimo de nosotros mismos, su voz que  nos llama y nos reconduce a la profundidad de nuestra existencia, a la fuente de la vida, a la fuente de la salvación, para hacernos andar más allá del límite de nuestra vida y abrirnos a la medida de Dios, a la relación con él, que es Amor Infinito. Gracias.


Traducción del Italiano al Español Esther María Iannuzzo.
Fuente de la Información:

martes, 10 de mayo de 2011

El Inventario de las cosas perdidas

La vida puede ser vivida o transformarse en un simulacro. Puede ser serena, puede ser competitiva, puede ser alegre, puede ser triste, pero siempre es irrecuperable. El ser humano, eternamente insatisfecho, padece cuando no tiene nada y también padece cuando tiene demasiado. No quiere conservar sus bienes para disfrutarlos, sino mantenerlos para acrecentarlos. Si alguien es demasiado amado, se siente atosigado; si nadie lo ama, se siente desgraciado; cuando está con una persona, añora otra presencia; cuando está en alguna parte, quisiera estar en otra. Tantas veces el valor lo obtiene de lo que se ha perdido; tantas veces lo largamente anhelado aburre y desespera. ¿Hasta cuándo?, ¿hasta cuándo dejaremos escapar lo que tenemos buscando lo que tampoco disfrutaremos?, ¿y hasta cuándo seguiremos pensando que es tarde, que ya no hay oportunidad?

Vivamos el momento, disfrutemos lo que tenemos, y nunca, pero nunca, olvidemos que el único tiempo que podemos perder es el que todavía no ha llegado. El resto es pasado, ¡no sigamos perdiendo el tiempo!

Aquel día lo vi distinto, tenía la mirada enfocada en lo distante, casi ausente. Pienso ahora que tal vez presentía que ese era el último día de su vida. Me aproximé y le dije: ¡Buen día, abuelo! Y él extendió su silencio. Me senté junto a su sillón y luego de un misterioso instante, exclamó: ¡Hoy es día de inventario, hijo! -¿Inventario? -pregunté sorprendido. - Sí. ¡El inventario de las cosas perdidas!- me contestó con cierta energía y no sé si con tristeza o alegría. Y prosiguió: -Del lugar de donde yo vengo, las montañas quiebran el cielo como monstruosas presencias constantes. Siempre tuve deseos de escalar la más alta. Nunca lo hice, no tuve el tiempo ni la voluntad suficientes para sobreponerme a mi inercia existencial.

Recuerdo también a Mara, aquella chica que amé en silencio por cuatro años; hasta que un día se marchó del pueblo, sin yo saberlo. ¿Sabes algo? también estuve a punto de estudiar ingeniería, pero mis padres no pudieron pagarme los estudios. Además, el trabajo en la carpintería de mi padre no me permitía viajar. ¡Tantas cosas no concluidas, tantos amores no declarados, tantas oportunidades perdidas!

Luego, su mirada se hundió aún más en el vacío y se humedecieron sus ojos y continuó: -En los treinta años que estuve casado con Rita, creo que sólo cuatro o cinco veces le dije "te amo".

Luego de un breve silencio, regresó de su viaje mental y mirándome a los ojos me dijo: -Este es mi inventario de cosas perdidas, la revisión de mi vida, a mí ya no me sirve, a ti sí. Te lo dejo como regalo para que puedas hacer tu inventario a tiempo. Luego, con cierta alegría en el rostro, continuó con entusiasmo y casi divertido: -¿Sabes qué he descubierto en estos días? -¿Qué, abuelo? Aguardó unos segundos y no contestó, sólo me interrogó nuevamente: -¿Cuál es el pecado más grave en la vida de un hombre? La pregunta me sorprendió y sólo atiné a decir con inseguridad: -No lo había pensado. Supongo que matar a otros seres humanos, odiar al prójimo y desearle el mal. ¿Tener malos pensamientos, tal vez? Su cara reflejaba negativa. Me miró intensamente, como remarcando el momento, y en tono grave y firme me señaló: -El pecado más grave en la vida de un ser humano es el pecado por omisión. Y lo más doloroso es descubrir las cosas perdidas sin tener tiempo para encontrarlas y recuperarlas.

Al día siguiente regresé temprano a casa, luego del entierro del abuelo, para realizar en forma urgente mi propio inventario de las cosas perdidas.

El pecado de omisión puede ser considerado como el pecado del mundo. Continuamente oímos hablar de hambre (de Dios), de sufrimientos, de enfermedades, injusticias, de envidias, de críticas, etc…, ahora bien, ¿no formamos nosotros parte de esta sociedad consumista que al mismo tiempo se lamenta de lo que sucede en el mundo, de la miseria espiritual y humana de tantos seres humanos?, ¿comparto los sufrimientos de los demás?, ¿pongo de mi parte todo lo humanamente posible por aliviar las necesidades de los que viven a mi alrededor?, ¿no hay en mi vida amigos, familiares y conocidos a los que podría echar una mano y llevarlos a Dios, compañeros con las que podría ser más amable y servicial?, ¿busco el interés de los demás, o solamente estoy preocupado por mis propias cosas?

En nuestra sociedad hay muchos sufrimientos y situaciones muy difíciles…¿qué hago yo por ellos?, ¿soy para los demás?, ¿tengo tiempo para escuchar, para sonreír, para dar una palabra de ánimo...?, ¿transmito optimismo a aquellos que se encuentran deprimidos y sin ilusión?, ¿qué hago por mis hermanos los hombres?, ¿soy constructor de esperanza?

Les propongo: ¡hagamos nuestro inventario... antes de que las cosas ya estén perdidas!

P. Dennis Doren, L.C.

martes, 3 de mayo de 2011

Beatificación de Juan Pablo II

Vista de la Basílica luego de ser declarado Beato Juan Pablo II

Esther María Iannuzzo.

¡Abran las Puertas a Cristo!
Juan Pablo II

Vista de la Plaza San Pedro en la Beatificación
de Juan Pablo II

Esther María Iannuzzo

Entrada del Colegio Cardenalicio.

Entrada del Santo Padre a la Plaza.


¡Gracias a Dios!


¿A dónde vas Polonia?

lunes, 2 de mayo de 2011

Homilía del Santo Padre Benedicto XVI con ocasión de la Beatificación del Siervo de Dios Juan Pablo II



Plaza de San Pedro
Domingo 1 de mayo de 2011


Queridos hermanos y hermanas:

Hace seis años nos encontrábamos en esta Plaza para celebrar los funerales del Papa Juan Pablo II. El dolor por su pérdida era profundo, pero más grande todavía era el sentido de una inmensa gracia que envolvía a Roma y al mundo entero, gracia que era fruto de toda la vida de mi amado Predecesor y, especialmente, de su testimonio en el sufrimiento. Ya en aquel día percibíamos el perfume de su santidad, y el Pueblo de Dios manifestó de muchas maneras su veneración hacia él. Por eso, he querido que, respetando debidamente la normativa de la Iglesia, la causa de su beatificación procediera con razonable rapidez. Y he aquí que el día esperado ha llegado; ha llegado pronto, porque así lo ha querido el Señor: Juan Pablo II es beato.

Deseo dirigir un cordial saludo a todos los que, en número tan grande, desde todo el mundo, habéis venido a Roma, para esta feliz circunstancia, a los señores cardenales, a los patriarcas de las Iglesias católicas orientales, hermanos en el episcopado y el sacerdocio, delegaciones oficiales, embajadores y autoridades, personas consagradas y fieles laicos, y lo extiendo a todos los que se unen a nosotros a través de la radio y la televisión.

Éste es el segundo domingo de Pascua, que el beato Juan Pablo II dedicó a la Divina Misericordia. Por eso se eligió este día para la celebración de hoy, porque mi Predecesor, gracias a un designio providencial, entregó el espíritu a Dios precisamente en la tarde de la vigilia de esta fiesta. Además, hoy es el primer día del mes de mayo, el mes de María; y es también la memoria de san José obrero. Estos elementos contribuyen a enriquecer nuestra oración, nos ayudan a nosotros que todavía peregrinamos en el tiempo y el espacio. En cambio, qué diferente es la fiesta en el Cielo entre los ángeles y santos. Y, sin embargo, hay un solo Dios, y un Cristo Señor que, como un puente une la tierra y el cielo, y nosotros nos sentimos en este momento más cerca que nunca, como participando de la Liturgia celestial.


«Dichosos los que crean sin haber visto» (Jn 20, 29). En el evangelio de hoy, Jesús pronuncia esta bienaventuranza: la bienaventuranza de la fe. Nos concierne de un modo particular, porque estamos reunidos precisamente para celebrar una beatificación, y más aún porque hoy un Papa ha sido proclamado Beato, un Sucesor de Pedro, llamado a confirmar en la fe a los hermanos. Juan Pablo II es beato por su fe, fuerte y generosa, apostólica. E inmediatamente recordamos otra bienaventuranza: «¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo» (Mt 16, 17). ¿Qué es lo que el Padre celestial reveló a Simón? Que Jesús es el Cristo, el Hijo del Dios vivo. Por esta fe Simón se convierte en «Pedro», la roca sobre la que Jesús edifica su Iglesia. La bienaventuranza eterna de Juan Pablo II, que la Iglesia tiene el gozo de proclamar hoy, está incluida en estas palabras de Cristo: «Dichoso, tú, Simón» y «Dichosos los que crean sin haber visto». Ésta es la bienaventuranza de la fe, que también Juan Pablo II recibió de Dios Padre, como un don para la edificación de la Iglesia de Cristo.

Pero nuestro pensamiento se dirige a otra bienaventuranza, que en el evangelio precede a todas las demás. Es la de la Virgen María, la Madre del Redentor. A ella, que acababa de concebir a Jesús en su seno, santa Isabel le dice: «Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá» (Lc 1, 45). La bienaventuranza de la fe tiene su modelo en María, y todos nos alegramos de que la beatificación de Juan Pablo II tenga lugar en el primer día del mes mariano, bajo la mirada maternal de Aquella que, con su fe, sostuvo la fe de los Apóstoles, y sostiene continuamente la fe de sus sucesores, especialmente de los que han sido llamados a ocupar la cátedra de Pedro. María no aparece en las narraciones de la resurrección de Cristo, pero su presencia está como oculta en todas partes: ella es la Madre a la que Jesús confió cada uno de los discípulos y toda la comunidad. De modo particular, notamos que la presencia efectiva y materna de María ha sido registrada por san Juan y san Lucas en los contextos que preceden a los del evangelio de hoy y de la primera lectura: en la narración de la muerte de Jesús, donde María aparece al pie de la cruz (cf. Jn 19, 25); y al comienzo de los Hechos de los Apóstoles, que la presentan en medio de los discípulos reunidos en oración en el cenáculo (cf. Hch. 1, 14).

También la segunda lectura de hoy nos habla de la fe, y es precisamente san Pedro quien escribe, lleno de entusiasmo espiritual, indicando a los nuevos bautizados las razones de su esperanza y su alegría. Me complace observar que en este pasaje, al comienzo de su Primera carta, Pedro no se expresa en un modo exhortativo, sino indicativo; escribe, en efecto: «Por ello os alegráis», y añade: «No habéis visto a Jesucristo, y lo amáis; no lo veis, y creéis en él; y os alegráis con un gozo inefable y transfigurado, alcanzando así la meta de vuestra fe: vuestra propia salvación» (1 P 1, 6.8-9). Todo está en indicativo porque hay una nueva realidad, generada por la resurrección de Cristo, una realidad accesible a la fe. «Es el Señor quien lo ha hecho –dice el Salmo (118, 23)– ha sido un milagro patente», patente a los ojos de la fe.

Queridos hermanos y hermanas, hoy resplandece ante nuestros ojos, bajo la plena luz espiritual de Cristo resucitado, la figura amada y venerada de Juan Pablo II. Hoy, su nombre se añade a la multitud de santos y beatos que él proclamó durante sus casi 27 años de pontificado, recordando con fuerza la vocación universal a la medida alta de la vida cristiana, a la santidad, como afirma la Constitución conciliar sobre la Iglesia Lumen gentium. Todos los miembros del Pueblo de Dios –obispos, sacerdotes, diáconos, fieles laicos, religiosos, religiosas– estamos en camino hacia la patria celestial, donde nos ha precedido la Virgen María, asociada de modo singular y perfecto al misterio de Cristo y de la Iglesia. Karol Wojtyła, primero como Obispo Auxiliar y después como Arzobispo de Cracovia, participó en el Concilio Vaticano II y sabía que dedicar a María el último capítulo del Documento sobre la Iglesia significaba poner a la Madre del Redentor como imagen y modelo de santidad para todos los cristianos y para la Iglesia entera. Esta visión teológica es la que el beato Juan Pablo II descubrió de joven y que después conservó y profundizó durante toda su vida. Una visión que se resume en el icono bíblico de Cristo en la cruz, y a sus pies María, su madre. Un icono que se encuentra en el evangelio de Juan (19, 25-27) y que quedó sintetizado en el escudo episcopal y posteriormente papal de Karol Wojtyła: una cruz de oro, una «eme» abajo, a la derecha, y el lema: «Totus tuus», que corresponde a la célebre expresión de san Luis María Grignion de Monfort, en la que Karol Wojtyła encontró un principio fundamental para su vida: «Totus tuus ego sum et omnia mea tua sunt. Accipio Te in mea omnia. Praebe mihi cor tuum, Maria -Soy todo tuyo y todo cuanto tengo es tuyo. Tú eres mi todo, oh María; préstame tu corazón». (Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen, n. 266).

El nuevo Beato escribió en su testamento: «Cuando, en el día 16 de octubre de 1978, el cónclave de los cardenales escogió a Juan Pablo II, el primado de Polonia, cardenal Stefan Wyszyński, me dijo: “La tarea del nuevo Papa consistirá en introducir a la Iglesia en el tercer milenio”». Y añadía: «Deseo expresar una vez más gratitud al Espíritu Santo por el gran don del Concilio Vaticano II, con respecto al cual, junto con la Iglesia entera, y en especial con todo el Episcopado, me siento en deuda. Estoy convencido de que durante mucho tiempo aún las nuevas generaciones podrán recurrir a las riquezas que este Concilio del siglo XX nos ha regalado. Como obispo que participó en el acontecimiento conciliar desde el primer día hasta el último, deseo confiar este gran patrimonio a todos los que están y estarán llamados a aplicarlo. Por mi parte, doy las gracias al eterno Pastor, que me ha permitido estar al servicio de esta grandísima causa a lo largo de todos los años de mi pontificado». ¿Y cuál es esta «causa»? Es la misma que Juan Pablo II anunció en su primera Misa solemne en la Plaza de San Pedro, con las memorables palabras: «¡No temáis! !Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo!». Aquello que el Papa recién elegido pedía a todos, él mismo lo llevó a cabo en primera persona: abrió a Cristo la sociedad, la cultura, los sistemas políticos y económicos, invirtiendo con la fuerza de un gigante, fuerza que le venía de Dios, una tendencia que podía parecer irreversible. Con su testimonio de fe, de amor y de valor apostólico, acompañado de una gran humanidad, este hijo ejemplar de la Nación polaca ayudó a los cristianos de todo el mundo a no tener miedo de llamarse cristianos, de pertenecer a la Iglesia, de hablar del Evangelio. En una palabra: ayudó a no tener miedo de la verdad, porque la verdad es garantía de libertad. Más en síntesis todavía: nos devolvió la fuerza de creer en Cristo, porque Cristo es Redemptor hominis, Redentor del hombre: el tema de su primera Encíclica e hilo conductor de todas las demás.

Karol Wojtyła subió al Solio de Pedro llevando consigo la profunda reflexión sobre la confrontación entre el marxismo y el cristianismo, centrada en el hombre. Su mensaje fue éste: el hombre es el camino de la Iglesia, y Cristo es el camino del hombre. Con este mensaje, que es la gran herencia del Concilio Vaticano II y de su «timonel», el Siervo de Dios el Papa Pablo VI, Juan Pablo II condujo al Pueblo de Dios a atravesar el umbral del Tercer Milenio, que gracias precisamente a Cristo él pudo llamar «umbral de la esperanza». Sí, él, a través del largo camino de preparación para el Gran Jubileo, dio al cristianismo una renovada orientación hacia el futuro, el futuro de Dios, trascendente respecto a la historia, pero que incide también en la historia. Aquella carga de esperanza que en cierta manera se le dio al marxismo y a la ideología del progreso, él la reivindicó legítimamente para el cristianismo, restituyéndole la fisonomía auténtica de la esperanza, de vivir en la historia con un espíritu de «adviento», con una existencia personal y comunitaria orientada a Cristo, plenitud del hombre y cumplimiento de su anhelo de justicia y de paz.

Quisiera finalmente dar gracias también a Dios por la experiencia personal que me concedió, de colaborar durante mucho tiempo con el beato Papa Juan Pablo II. Ya antes había tenido ocasión de conocerlo y de estimarlo, pero desde 1982, cuando me llamó a Roma como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, durante 23 años pude estar cerca de él y venerar cada vez más su persona. Su profundidad espiritual y la riqueza de sus intuiciones sostenían mi servicio. El ejemplo de su oración siempre me ha impresionado y edificado: él se sumergía en el encuentro con Dios, aun en medio de las múltiples ocupaciones de su ministerio. Y después, su testimonio en el sufrimiento: el Señor lo fue despojando lentamente de todo, sin embargo él permanecía siempre como una «roca», como Cristo quería. Su profunda humildad, arraigada en la íntima unión con Cristo, le permitió seguir guiando a la Iglesia y dar al mundo un mensaje aún más elocuente, precisamente cuando sus fuerzas físicas iban disminuyendo. Así, él realizó de modo extraordinario la vocación de cada sacerdote y obispo: ser uno con aquel Jesús al que cotidianamente recibe y ofrece en la Iglesia.

¡Dichoso tú, amado Papa Juan Pablo, porque has creído! Te rogamos que continúes sosteniendo desde el Cielo la fe del Pueblo de Dios. Desde el Palacio nos has bendecido muchas veces en esta Plaza. Hoy te rogamos: Santo Padre: bendícenos. Amén.


Benedicto XVI


Fuente de la Información:
http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/homilies/2011/documents/hf_ben-xvi_hom_20110501_beatificazione-gpii_sp.html