Intenciones del Santo Padre Benedicto XVI para el mes de Septiembre 2011

PAPA FRANCISCO

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy comenzamos de nuevo con las catequesis del Año de la fe, reflexionando sobre la resurrección de Jesús. ¿Cómo se ha transmitido esta verdad de fe? En las Escrituras encontramos dos tipos de testimonios al respecto: el primero, las breves fórmulas como la que hemos escuchado en la lectura del Apóstol, que indican con concisión el núcleo de la fe: la pasión, muerte y resurrección del Señor. El segundo, las narraciones que relatan el acontecimiento. Es significativo el hecho de que sean mujeres, que según la ley no podían dar un testimonio fiable, las primeras en anunciar la resurrección. Dios no las elige con criterios humanos sino que mira a su corazón. Su experiencia parte del amor, que las mueve a acudir al sepulcro, y que las hace capaces de acoger el signo de la tumba vacía y el anuncio del mensajero de Dios, y trasmitirlo, pues la alegría y la esperanza que las invade no se puede contener.

Audiencia General 03 de abril del 2013.



miércoles, 15 de junio de 2011

Sexta Catequesis de Benedicto XVI sobre a Oración.



Benedicto XVI

Audiencia General

Plaza San Pedro
Miércole, 15 de junio 2011.


Queridos hermanos y hermanas,

en la historia religiosa del antiguo Israel, tuvieron gran relevancia los profetas con sus enseñanzas y su predicación. Entre ellos surge la figura de Elías, suscitado por Dios para llevar al pueblo a la conversión. Su nombre significa “el Señor es mi Dios” y de acuerdo con este nombre se desarrolla toda su vida, consagrada totalmente a provocar en el pueblo el reconocimiento del Señor como único Dios. De Elías el Eclesiástico dice”Después surgió como un fuego el profeta Elías, su palabra quemaba como una antorcha” (Eclo 48,1). Con esta llama Israel vuelve a encontrar su camino hacia Dios. En su ministerio, Elías reza: invoca al Señor para que devuelva a la vida al hijo de una viuda que le había hospedado (cfr 1Re 17,17-24), grita a Dios su cansancio y su angustia mientras huye por el desierto, buscado a muerte por la reina Jezabel (cfr 1Re 19,1-4), pero se sobre todo en el monte Carmelo donde se muestra todo su poder de intercesor, cuando ante todo Israel, reza al Señor para que se manifieste y convierta el corazón del pueblo. Es el episodio narrado en el capítulo 18 del Primer Libro de los Reyes, en el que hoy nos detendremos.

Nos encontramos en el reino del Norte, en el siglo IX antes de Cristo, en tiempos del rey Ajab, en un momento en el que Israel se había creado una situación de abierto sincretismo. Junto al Señor, el pueblo adoraba a Baal, el ídolo tranquilizador del que se creía que venía el don de la lluvia, y al que por ello se atribuía el poder de dar fertilidad a los campos y vida a los hombres y a las bestias. Aún pretendiendo seguir al Señor, Dios invisible y misterioso, el pueblo buscaba seguridad también en un dios comprensible y previsible, del que creía poder obtener fecundidad y prosperidad a cambio de sacrificios. Israel estaba cediendo a la seducción de la idolatría, la continua tentación del creyente, figurándose poder “servir a dos señores” (cfr Mt 6,24; Lc 16,13), y de facilitar los caminos inescrutables de la fe en el Omnipotente poniendo su confianza también en un dios impotente hecho por hombres.

Precisamente para desenmascarar la necedad engañosa de esta actitud, Elías hace reunir al pueblo de Israel en el monte Carmelo y le pone ante la necesidad de hacer una elección: “Si el Señor es Dios, seguidle; si es Baal, seguidle a él”(1Re 18, 21). Y el profeta, portador del amor de Dios, no deja sola a su gente ante esta elección, sino que la ayuda indicando el signo que revelará la verdad: tanto él como los profetas de Baal prepararán un sacrificio y rezarán, y el verdadero Dios se manifestará respondiendo con el fuego que consumirá la ofrenda. Comienza así la confrontación entre el profeta Elías y los seguidores de Baal, que en realidad es entre el Señor de Israel, Dios de salvación y de vida, y el ídolo mudo y sin consistencia, que no puede hacer nada, ni para bien ni para mal (cfr Jr 10,5). Y comienza también la confrontación entre dos formas completamente distintas de dirigirse a Dios y de rezar.

Los profetas de Baal, de hecho, gritan, se agitan, bailan, saltan, entran en un estado de exaltación llegando a hacerse incisiones en el cuerpo, “con espadas y lanzas, hasta estar cubiertos de sangre”(1Re 18,28). Hacen recurso a sí mismos para interpelar a su dios, confiando en sus propias capacidades para provocar su respuesta. Se revela así la realidad engañosa del ídolo: éste está pensado por el hombre como algo de lo que se puede disponer, que se puede gestionar con las propias fuerzas, al que se puede acceder a partir de sí mismos y de la propia fuerza vital. La adoración del ídolo, en lugar de abrir el corazón humano a la Alteridad, a una relación liberadora que permita salir del espacio estrecho del propio egoísmo para acceder a dimensiones de amor y de don mutuo, encierra a la persona en el círculo exclusivo y desesperante de la búsqueda de sí misma. Y el engaño es tal que, adorando al ídolo, el hombre se ve obligado a acciones extremas, en el tentativo ilusorio de someterlo a su propia voluntad. Por ello los profetas de Baal llegan hasta hacerse daño, a infligirse heridas en el cuerpo, en un gesto dramáticamente irónico: para obtener una respuesta, un signo de vida de su dios, se cubren de sangre, recubriéndose simbólicamente de muerte.

Muy distinta es la actitud de oración de Elías. Él pide al pueblo que se acerque, implicándolo así en su acción y en su súplica. El objetivo del desafío dirigido por él a los profetas de Baal era el de volver a llevar a Dios al pueblo que se había extraviado siguiendo a los ídolos; por eso quiere que Israel se una a él, convirtiéndose en partícipe y protagonista de su oración y de cuanto está sucediendo. Después el profeta erige un altar, utilizando, como recita el texto, “doce piedras, conforme al número de los hijos de Jacob, a quien el Señor había dirigido su palabra, diciéndole: Te llamarás Israel” (v. 31). Esas piedras representan a todo Israel y son la memoria tangible de la historia de elección, de predilección y de salvación de que el pueblo ha sido objeto. El gesto litúrgico de Elías tiene una repercusión decisiva; el altar es el lugar sagrado que indica la presencia del Señor, pero esas piedras que lo componen representan al pueblo, que ahora, por mediación del profeta, está puesto simbólicamente ante Dios, se convierte en "altar", lugar de ofrenda y de sacrificio.

Pero es necesario que el símbolo se convierta en realidad, que Israel reconozca al verdadero Dios y vuelva a encontrar su propia identidad de pueblo del Señor. Por ello Elías pide a Dios que se manifieste, y esas doce piedras que debían recordar a Israel su verdad sirven también para recordar al Señor su fidelidad, a la que el profeta apela en la oración. Las palabras de su invocación son densas en significado y en fe: “¡Señor, Dios de Abraham, de Isaac y de Israel! Que hoy se sepa que tú eres Dios en Israel, que yo soy tu servidor y que por orden tuya hice todas estas cosas. Respóndeme, Señor, respóndeme, para que este pueblo reconozca que tú, Señor, eres Dios, y que eres tú el que les ha cambiado el corazón” (vv. 36-37; cfr Gen 32, 36-37). Elías se dirige al Señor llamándole Dios de los Padres, haciendo así memoria implícita de las promesas divinas y de la historia de elección y de alianza que unió indisolublemente al Señor y a su pueblo. La implicación de Dios en la historia de los hombres es tal, que su Nombra está ya inseparablemente unido al de los Patriarcas, y el profeta pronuncia ese Nombre santo para que Dios recuerde y se muestre fiel, pero también para que Israel se sienta llamado por su nombre y vuelva a encontrar su fidelidad. El título divino pronunciado por Elías parece de hecho un poco sorprendente. En lugar de usar la fórmula habitual, “Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob”, utiliza un apelativo menos común: “Dios de Abraham, de Isaac y de Israel”. La sustitución del nombre “Jacob” con “Israel” evoca la lucha de Jacob en el vado del Yaboq, con el cambio de nombre al que el narrador hace una referencia explícita (cfr Gen 32,31) y del que hablé en una de las catequesis pasadas. Esta sustitución adquiere un significado más dentro de la invocación de Elías. El profeta está rezando por el pueblo del reino del Norte, que se llamaba precisamente Israel, distinto de Judá, que indicaba el reino del Sur. Y ahora, este pueblo, que parece haber olvidado su propio origen y su propia relación privilegiada con el Señor, se siente llamar por su nombre mientras se pronuncia el Nombre de Dios, Dios del Patriarca y Dios del pueblo: “Señor, Dios […] de Israel, que se sepa hoy que tu eres Dios en Israel”.

El pueblo por el que reza Elías es puesto ante su propia verdad, y el profeta pide que también la verdad del Señor se manifieste y que Él intervenga para convertir a Israel, apartándolo del engaño de la idolatría y llevándolo así a la salvación. Su petición es que el pueblo finalmente sepa, conozca en plenitud quien es verdaderamente su Dios, y haga la elección decisiva de seguirle sólo a Él, el verdadero Dios. Porque sólo así Dios es reconocido por lo que es, Absoluto y Trascendente, sin la posibilidad de ponerle junto a otros dioses, que Le negarían como absoluto, relativizándole. Esta es la fe que hace de Israel el pueblo de Dios; es la fe proclamada en el bien conocido texto del Shema‘ Israel: “ Escucha, Israel: el Señor, nuestro Dios, es el único Señor. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas (Dt6,4-5). Al absoluto de Dios, el creyente debe responder con un amor absoluto, total, que comprometa toda su vida, sus fuerzas, su corazón. Y es precisamente para el corazón de su pueblo que el profeta con su oración está implorando conversión: “que este pueblo reconozca que tú, Señor, eres Dios, y que eres tú el que les ha cambiado el corazón” (1Re 18,37). Elías, con su intercesión, pide a Dios lo que Dios mismo desea hacer, manifestarse en toda su misericordia, fiel a su propia realidad de Señor de la vida que perdona, convierte, transforma.

Y esto es lo que sucede: “cayó el fuego del Señor: Abrasó el holocausto, la leña, las piedras y la tierra, y secó el agua de la zanja. Al ver esto, todo el pueblo cayó con el rostro en tierra y dijo: '¡El Señor es Dios! ¡El Señor es Dios!'” (vv. 38-39). El fuego este elemento a la vez necesario y terrible, ligado a las manifestaciones divinas de la zarza ardiente y del Sinaí, ahora sirve para mostrar el amor de Dios que responde a la oración y se revela a su pueblo. Baal, el dios mudo e impotente, no había respondido a las invocaciones de sus profetas; el Señor en cambio responde, y de forma irrevocable, no sólo quemando el holocausto, sino incluso secando toda el agua que había sido derramada en torno al altar. Israel ya no puede tener dudas; la misericordia divina ha salido al encuentro de su debilidad, de sus dudas, de su falta de fe. Ahora, Baal, el ídolo vano, está vencido, y el pueblo, que parecía perdido, ha encontrado el camino de la verdad y se ha reencontrado a sí mismo.

Queridos hermanos y hermanas, ¿qué nos dice a nosotros esta historia del pasado? ¿Cuál es el presente de esta historia? Ante todo está en cuestión la prioridad del primer mandamiento; adorar sólo a Dios. Donde Dios desaparece, el hombre cae en la esclavitud de idolatrías, somo han mostrado, en nuestro tiempo, los regímenes totalitarios, y como muestran también diversas formas de nihilismo, que hacen al hombre dependiente de ídolos, de idolatrías; le esclavizan. Segundo, el objetivo primario de la oración es la conversión: el fuego de Dios que transforma nuestro corazón y nos hace capaces de ver a Dios, y así, de vivir según Dios y de vivir para el otro. Y el tercer punto. Los Padres nos dicen que también esta historia de un profeta es profética, si – dicen – es sombra del futuro, del futuro Cristo; es un paso en el camino hacia Cristo. Y nos dicen que aquí vemos el verdadero fuego de Dios: el amor que guía al Señor hasta la cruz, hasta el don total de sí. La verdadera adoración de Dios, entonces, es darse a sí mismo a Dios y a los hombres, la verdadera adoración es el amor. Y la verdadera adoración de Dios no destruye, sino que renueva, transforma. Ciertamente, el fuego de Dios, el fuego del amor quema, transforma, purifica, pero precisamente así no destruye, sino que crea la verdad de nuestro ser, recrea nuestro corazón. Y así realmente vivos por la gracia del fuego del Espíritu Santo, del amor de Dios, somos adoradores en espíritu y en verdad. Gracias.



jueves, 9 de junio de 2011

Poco sabemos de valores

Desde hace un tiempo a esta fecha he escuchado en variados escenarios el sano deseo de volver a una “sociedad de valores”. Este anhelo se debe a los grandes escándalos nacionales e internacionales que nos han golpeado fuertemente en temas como el económico, el político, el cinematográfico, etc. Iniciativas de alto relieve se han desarrollado y es digno de resaltar.

Sin embargo, algunas de estas iniciativas de “rescate de los valores” deben revisarse acuciosamente. Un ejemplo (sin nombre por ahora) es un periódico que se ha dado a esta tarea con una intención realmente de superhéroe en un esfuerzo titánico de contrarrestar una corriente internacional de propuesta antivalórica. Ahora bien, para poder seguir en esta lucha es necesario reconocer un valor como la coherencia, pues la confusión en estos temas es remar a favor de la corriente.

¿Cuál ha sido el error de este periódico?

Por un lado ha exaltado valores como la constancia, el esfuerzo emprendedor, la solidaridad ante las necesidades de los demás, etc. y seguidamente, en páginas más adelante ofrece las posibilidades “médicas” de la anticoncepción, justificando en el cuerpo del artículo esta práctica dada la gran cantidad de embarazos no deseados (según ellos del 52 % de los embarazos) o la cantidad también de embarazos en adolescentes.

Creo que los que han propuesto este antivalor como bueno no han leído estadísticas sobre el resurgimiento de las enfermedades de transmisión sexual que tiene en alerta roja a los ginecólogos; tampoco han leído los estudios internacionales que verifican la unión directa que hay entre la mentalidad anticonceptiva y el aborto. Incluso se ha llegado a la aberración de considerar el aborto como una práctica anticonceptiva. Y más aún, no han leído la importancia en la formación adolescente de las virtudes como el pudor y la castidad, que son los antídotos reales, en una correcta escala de valores, para enfrentar estos temas que a todos nos preocupan.

Una campaña de rescate de los valores no se hace proponiendo antivalores. Como aquella afirmación de uno de los primos Nule (protagonistas del escándalo del “carrusel de la contratación” en Colombia) que decía: “es que el hombre es corrupto por naturaleza”. Con esta frase ¿justifico actos malos y además quedo libre de toda responsabilidad penal y moral? ¿Cómo puedo llegar a ser honesto proponiendo la corrupción como solución?

Ahora bien, en nuestro caso, este periódico debería tener más cuidado al proponer el rescate de los valores esforzándose por ser coherente en el pensamiento de todo el periódico. Si no es así, no sirve de nada. Bueno, tal vez dé una cierta tranquilidad de conciencia. Sin embargo, no hay que terminar con el periódico, simplemente hay que estar más atento para no caer en el engaño.

P. Daniel Muñoz, L.C.

martes, 7 de junio de 2011

Quinta Catequesis de Benedicto XVI sobre la Oración



BENEDICTO XVI
AUDIENCIA GENERAL
Plaza San Pedro
Miércoles, 1° junio 2011

Queridos hermanos y hermanas,

Leyendo el Antiguo Testamento, una figura resalta entre las otras: aquella de Moisés, propio como un hombre de oración. Moisés, el gran profeta y líder del tiempo del Éxodo, ha desempeñado su función de mediador entre Dios e Israel haciéndose portador, ante el pueblo, de las palabras y de los mandamientos divinos, conduciéndolo hacia la libertad de la Tierra Prometida, enseñando a los Israelitas a vivir en la obediencia y en la confianza hacia Dios durante la larga permanencia en el desierto, pero también, y diré sobre todo, orando. Él ora por el Faraón cuando Dios, con las plagas, tentaba de convertir el corazón de los egipcianos (cfr Es 8–10); pide al señor la curación de la hermana María atacada por la lepra (cfr Nm 12,9-13), intercede por el pueblo que se había revelado, asustado por lo dicho por los exploradores (cfr Nm 14,1-19), ora cuando el fuego estaba por devorar el campamento (cfr Nm 11,1-2) y cuando serpientes venenosas hacían masacres (cfr Nm 21,4-9); se dirige al Señor y reacciona protestando cuando el peso de su misión se había hecho demasiado pesado (cfr Nm 11,10-15); ve a Dios y habla con Él ≤cara a cara, como uno habla con el propio amigo≥ (cfr Es24,9-17; 33,7-23; 34,1-10.28-35).

También cuando el pueblo, en el Sinaí, pide a Aarón hacer el becerro de oro, Moisés ora, explicando en modo emblemático la propia función del intercesor. El episodio está narrado en el capítulo 32 del Libro del Éxodo y tiene una historia paralela en Deuteronomio en el capítulo 9. Es en este episodio que quiero detenerme en la catequesis de hoy, y en particular sobre la oración de Moisés que encontramos en la narración de Éxodo. El pueblo de Israel se encontraba a los pies del Sinaí mientras Moisés, sobre el monte, esperaba el regalo de las tablas de las Leyes, ayunando por cuarenta días y cuarenta noches (cfr Es 24,18; Dt 9,9). El numero cuarenta tiene un valor simbólico y significa la totalidad de la experiencia, mientras que con el ayuno se indica que la vida viene de Dios, es Él quien la sostiene. El acto de comer, de hecho, implica la asunción del alimento que la sostiene; por eso ayunar, renunciando a la comida, adquiere, en este caso, un significado religioso: es un modo de indicar que no solo de pan vive el hombre, sino de cada palabra que sale de la boca del Señor (cf Dt 8,3). Ayunando, Moisés muestra que espera el regalo de la Ley divina como fuente de vida: esa revela la voluntad de Dios y nutre el corazón de hombre, haciéndolo entrar en una Alianza con el Altísimo, que es la fuente de la vida, es la vida misma.

Pero mientras el Señor, sobre el monte, entrega a Moisés la Ley, a los pies del monte el pueblo la trasgrede. Incapaces de de resistir la espera y la ausencia del mediador, los Israelitas piden a Aarón: «Haz para nosotros un Dios a nuestra medida, porque a Moisés, aquél hombre que nos ha hecho salir de la tierra de Egipto, no sabemos que le ha sucedido» (Es 32,1). Cansado de un camino con un Dios invisible, ahora que también Moisés, el mediador, ha desaparecido, el pueblo pide una presencia tangible, tocable, del Señor, y encuentra en el becerro de metal fundido hecho por Aarón, un dios que se hace accesible, maniobrable, a la medida del hombre. Es esta una tentación constante en el camino de la fe: eludir el misterio divino construyendo un dios comprensible, que corresponda a los propios esquemas, a los propios proyectos.   Cuando sucede en el Sinaí muestra toda la estupidez y la ilusoria vanidad de esta pretensión porque, como irónicamente afirma el Salmo 106, «intercambiaron su gloria con la figura de un toro que come hierba» (Sal 106,20). Por eso el Señor reacciona y ordena a Moisés bajar del monte, revelándole lo que el pueblo estaba haciendo y terminando con estas palabras: «Ahora deja que mi ira se encienda en contra de ellos y los devore. De ti en vez haré una gran nación» (Es 32,10). Como con Abraham a propósito de Sodoma y Gomorra, también ahora Dios le revela a Moisés que piensa hacer, casi como si no quisiera obrar sin su consentimiento (cfr Am 3,7). Dice: «deja que se encienda mi ira». En realidad, este «deja que se encienda mi ira» es dicho justo para que Moisés intervenga y le pida de no hacerlo, revelando así que el deseo de Dios es siempre de salvación. Como por las dos ciudades en tiempos de Abraham, la punición y la destrucción, en las que se expresa la ira de Dios  como rechazo del mal, indican la gravedad del pecado cometido; al mismo tiempo, la petición de intercesión pretende manifestar la voluntad de perdón del Señor. Esta es la salvación de Dios, que implica misericordia, pero junto a esa también denuncia la verdad del pecado, del mal que existe, así que el pecador, reconocido y rechazado el propio mal, pueda dejarse perdonar y transformar por Dios. La oración de intercesión hace así operante, dentro de la realidad corrupta del hombre pecador, la misericordia divina, que encuentra voz en la suplica del orante y se hace presente a través de él allí donde hay necesidad de salvación.
La suplica de Moisés está toda centrada sobre la fidelidad y la gracia del Señor. Él se refiere primero a la historia de redención que Dios ha iniciado con la salida de Israel de Egipto, para luego hacer memoria de la antigua promesa hecha a los Padres. El Señor ha obrado salvación liberando a su pueblo de la esclavitud egipciana; por qué ahora -  pregunta Moisés – «los Egipcianos dirán: ¿“Con mala intención los has hecho salir, para hacerlos perecer entre las montañas y hacerlos desaparecer de la faz de la tierra”?» (Es 32,12). La obra de salvación iniciada debe ser completada; sí Dios hiciera perecer a su pueblo, eso podría ser interpretado como la señal de una incapacidad divina de llevar a cumplimiento el proyecto de salvación. Dios no puede permitir esto: Él es el Señor bueno que salva, el garante de la vida, es el Dios de misericordia y perdón, de liberación del pecado que mata. Y así Moisés apela a Dios, a la vida interior de Dios contra la sentencia exterior. Pero ahora, argumenta Moisés con el Señor, sí sus elegido perecen, aun si son culpables, Él podría aparecer como incapaz de vencer el pecado. Y esto no se puede aceptar. Moisés ha hecho experiencia concreta del Dios de salvación, ha sido enviado como mediador de la liberación divina y ahora, con su oración, se hace interprete de una doble inquietud, preocupado por la suerte de su pueblo, pero también preocupado por el honor que se debe al Señor, por la verdad de su nombre. El intercesor de hecho quiere que el pueblo de Israel sea salvado, porque es el rebaño que le ha sido confiado, pero también para que en aquella salvación se manifieste la verdadera realidad de Dios. Amor de los hermanos y amor de Dios se compenetran en la oración de intercesión, son inseparables. Moisés, el intercesor, es el hombre tenso entre dos amores, que en la oración se sobreponen en un único deseo de bien.
Luego, Moisés apela a la fidelidad de Dios, recordándole sus promesas: «Recuérdate de Abraham, de Isac, de Israel, tus siervos, a los cuales les ha jurado por ti mismo y has dicho: “Haré vuestra descendencia numerosa como las estrellas del cielo, y toda esta tierra, de la que he hablado, la daré a tus descendientes y la poseerán por siempre”» (Es 32,13). Moisés hace memoria de la historia fundadora de los orígenes, de los padres del pueblo y de su elección, totalmente gratuita, en la cual Dios solo había tenido la iniciativa. No por sus méritos, ellos habían recibido la promesa, sino por la libre elección de Dios y de su amor (cfr Dt 10,15). Y ahora, Moisés pide que el Señor continúe en la fidelidad su historia de elección y de salvación, perdonando a su pueblo. El intercesor no excusa el pecado de su gente, no hace una lista de los presuntos méritos ni del pueblo ni de él, sino que apela a la gratuidad de Dios: un Dios libre, totalmente amor, que no cesa de buscar a quien se ha alejado, que permanece siempre fiel a sí mismo y ofrece al pecador la posibilidad de regresar a Él y de llegar a ser, con el perdón, justo y capaz de fidelidad. Moisés pide a Dios mostrarse más fuerte que el pecado y que la muerte, y con su oración provoca este revelarse divino. Mediador de vida, el intercesor solidariza con el pueblo; deseoso solo de la salvación che Dios mismo desea, él renuncia a la prospectiva de convertirse en un nuevo pueblo agradecido al Señor. La frase que Dios le había dirigido, «de ti haré una gran nación», no es ni siquiera tomada en consideración por el “amigo” de Dios, que en su lugar está listo para asumir sobre sí no sólo la culpa de su gente, sino también todas la consecuencias. Cuando, luego de la destrucción del becerro de oro, regresara sobre el monte para pedir de nuevo la salvación de Israel, dirá al Señor: « ¡Y ahora, si tú perdonaras su pecado!, de lo contrario, bórrame del libro que has escrito » (v. 32). Con la oración, deseando el deseo de Dios, el intercesor entra siempre más profundamente en el conocimiento de Dios y de su misericordia y llega a ser capaz de un amor que llega hasta la entrega total de sí. En Moisés, que está sobre la cima del monte cara a cara con Dios y se hace intercesor por su pueblo y se ofrece a sí mismo - «bórrame» -, los Padres de la iglesia han visto una prefiguración de Cristo, que sobre la cima de la cruz realmente está delante de Dios, no solo como amigo también como hijo. Y no solo se ofrece - «bórrame» -, sino que con su corazón traspasado se hace borrar, se convierte, como dice el mismo san Pablo, en pecado, lleva sobre sí nuestros pecados para hacernos salvos; su intersección no es solo solidaridad, es identificación con nosotros: nos lleva a todos nosotros en su cuerpo. Y así toda su existencia de hombre y de Hijo es suplica al corazón de Dios, es perdón, pero perdón que transforma y renueva.
Pienso que debemos meditar esta realidad. Cristo está delante del rostro de Dios y ora por mí. Su oración sobre la cruz es contemporánea a todos los hombres, contemporánea a mí: Él ora por mí, ha sufrido y sufre por mí, se ha identificado conmigo tomando nuestro cuerpo y alma humana. Y nos invita a entrar en esta su identidad, haciéndonos un cuerpo, un espíritu con él, porque de la alta cima de la Cruz Él ha traído no nuevas leyes, tablas de piedra, se ha traído a sí mismo, su cuerpo y su sangre, como nueva alianza. Así nos hace consanguíneos con Él, un cuerpo con Él, identificados con Él. Nos invita a entrar en esta identificación, a estar unidos con Él en nuestro deseo de ser un cuerpo, un espíritu con Él. Oremos al Señor para que esta identificación nos transforme, nos renueve, porque el perdón es renovación, es transformación.

Quiero concluir esta catequesis con las palabras del apóstol Pablo a los cristianos de Roma: « ¿Quién acusará a aquellos que Dios ha escogido? Dios es aquél que justifica. ¿Quién condenará? Cristo Jesús ha muerto, es más ha resucitado, está a la derecha del Padre e intercede por nosotros. ¿Quién nos separará del amor de Cristo? […] ni muerte ni vida, ni ángeles ni principados […] ni ninguna otra creatura podrá nunca separarnos del amor de Dios, que está en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rm 8,33-35.38.39).


Traducción del Italiano al Español: Esther María Iannuzzo P.



jueves, 2 de junio de 2011

Cuarta Catequesis de Benedicto XVI sobre la Oración.


BENEDICTO XVI

ADIENCIA GENERAL
Plaza San Pedro
Miércoles, 25 mayo 2011

Queridos Hermanos y hermanas,

Hoy quisiera reflexionar con ustedes sobre un texto del Libro del Génesis que narra un episodio bastante particular de la historia del Patriarca Jacob. Es un párrafo nada fácil de interpretar, pero importante para nuestra vida de fe y de oración; se trata de la historia de la lucha con Dios en el vado del Yaboc, del cual hemos escuchado un párrafo.

Como recordaran, Jacob le había robado a su gemelo Esaú la primogenitura a cambio de un plato de lentejas y había luego arrebatado con engaño la bendición de su padre Isaac, ya muy anciano, aprovechándose de su ceguera. Huyendo de la ira de Esaú, se había refugiado donde un pariente, Labano; se había casado, se había enriquecido y ahora estaba regresando a la tierra natal, listo para enfrentar a su hermano luego de haber tomado algunas medidas prudentes. Pero cuando todo estaba listo para este encuentro, luego de haber hecho atravesar a aquellos que estaban con él el vado del rio que delimitaba el territorio de Esaú, Jacob, que se quedó solo, viene agredido improvisamente por un desconocido con el cual lucha toda la noche. Justo este combate cuerpo a cuerpo – que encontramos en el capítulo 32 del Libro del Génesis se convierte para él en una singular experiencia de Dios.

La noche es el tiempo favorable para obrar a escondidas, el tiempo, por lo tanto, mejor para Jacob, para entrar en el territorio del hermano sin ser visto y quizás con la ilusión de tomar a Esaú de sorpresa.  Pero es él quien viene sorprendido por un ataque imprevisto, para el cual no estaba preparado. Había empleado toda su astucia para intentar escapar de una situación peligrosa, pensaba que podía tener todo bajo control, y ahora se encuentra que tiene que afrontar una lucha misteriosa que lo toma en la soledad y sin darle la posibilidad de organizar una defensa adecuada. Indefenso, en la noche, el Patriarca Jacob combate con alguno. El texto no especifica la identidad del agresor; usa un término hebraico que indica “un hombre” en modo genérico, “uno, alguno”; se trata por lo tanto, de una definición vaga, indeterminada, que voluntariamente mantiene al asaltador en el misterio. Está oscuro, Jacob no logra ver distintivamente a su contendiente y también para el lector, para nosotros, eso permanece desconocido; alguno se está oponiendo al Patriarca, y este es el único dato cierto suministrado por el narrador. Solo al final, cuando la lucha haya ya terminado y aquél “alguno” haya desaparecido, solo ahora Jacob lo nombrará y podrá decir que ha luchado con Dios.
 
El episodio se desarrolla por lo tanto en la oscuridad y es difícil percibir no solo la identidad del agresor de Jacob, sino también la evolución de la lucha. Leyendo el párrafo, resulta difícil establecer cuál de los dos contendientes logre estar mejor; los verbos utilizados son a menudo sin sujeto explicito, y las acciones se desarrollan en modo casi contradictorio, así que cuando se piensa que sea uno de los dos a prevalecer, la acción sucesiva rápido niega y presenta al otro como vencedor. Al inicio, de hecho, Jacob parece ser el más fuerte, y el adversario – dice el texto - «no lograba verlo» (v. 26); sin embargo golpea a Jacob en la articulación del fémur, provocándole la dislocación. Se debería ahora pensar que Jacob deba sucumbir, pero en su lugar es el otro a pedirle de dejarlo ir; y el Patriarca se niega, poniendo una condición: «No te dejaré, sino  me has bendecido» (v. 27). Aquél que con engaño había defraudado al hermano de la bendición del primogénito, ahora la pretende del desconocido, de quien quizás comienza a entrever las connotaciones divinas, pero sin poder todavía reconocerlo verdaderamente.
El rival, que parece frenado y por lo tanto derrotado por Jacob, en lugar de plegarse a la petición del Patriarca, le pide el nombre: “¿Cómo te llamas?”. El Patriarca responde “Jacob” (v. 28). Aquí la lucha sufre un cambio importante. Conocer el nombre de alguien, de hecho, implica una especie de poder sobre la persona, porque el nombre, en la mentalidad bíblica, contiene la realidad más profunda del individuo, revela su secreto y su destino. Conocer el nombre quiere decir conocer la verdad del otro y esto consiente de poder dominarlo. Así que cuando, ante la solicitud del desconocido, Jacob revela el propio nombre, se está poniendo en las manos de su opositor, es una manera de rendirse, de entrega total de sí al otro.

Pero en este gesto de rendirse también Jacob paradójicamente resulta vencedor, porque recibe un nombre nuevo, junto al reconocimiento de victoria por parte del adversario, que le dice: «No te llamarás más Jacob sino Israel, porque has combatido con Dios y con los hombres y has vencido» (v. 29). “Jacob” era un nombre que rellamaba el origen problemático del Patriarca; en hebreo, de hecho, recuerda el término “talón”, y reenvía al lector al momento del nacimiento de Jacob, cuando, saliendo del vientre materno, tenía en la mano el talón de su hermano gemelo (cfr Gen 25,26), casi prefigurando los daños al hermano que abría consumado en edad adulta; pero el nombre Jacob hace referencia también al verbo “engañar, suplantar”. Y bien, ahora, en la lucha, el Patriarca revela a su opositor, en un gesto de entrega y de rendirse, la propia realidad de engañador, de suplantador; pero el otro que es Dios, transforma esta realidad negativa en positiva: Jacob el engañador se convierte en Israel, le viene dado un nombre nuevo que señala una nueva identidad. Pero también aquí, la historia tiene su doble querida duplicidad, porque el significado de más probable del nombre Israel es “Dios es fuerte, Dios vence”.

Así que Jacob ha prevalecido, ha vencido – es el mismo adversario a afirmarlo – pero su nueva identidad, recibida del mismo adversario, afirma y testimonia la victoria de Dios. Y cuando Jacob preguntará a su vez el nombre a su contendiente, este se negará a darlo, pero se revelará en un gesto inequívoco, donando la bendición. Aquella bendición que el Patriarca había pedido al inicio de la lucha le viene ahora concedida. Y no es la bendición  arrancada con engaño, sino aquella gratuitamente donada por Dios, che Jacob puede recibir ahora solo, sin protección, sin astucias y estafas, se entrega indefenso, acepta rendirse y confiesa la verdad sobre sí mismo. Así, al final de la lucha, recibida la bendición, el Patriarca puede finalmente conocer al otro, el Dios de la bendición: «Realmente – dice - he visto a Dios cara a cara, sin embargo mi vida ha permanecido salva» (v. 31), y puede ahora atravesar el vado, portador de un nombre nuevo pero “vencido” de Dios y  marcado para siempre, cojo por la herida recibida.
Las explicaciones que la exégesis bíblica puede dar en relación a este párrafo son múltiples; en particular, los estudiosos reconocen en él objetivos y componentes literarios de diversos géneros, como también referencias a cualquier cuento popular. Pero cuando estos elementos vienen asumidos por los autores sagrados y englobados en la narración bíblica, esos cambian de significado y el texto se abre a una dimensión más amplia. El episodio de la lucha en el Yaboc se ofrece así al creyente como texto paradigmático en el cual el pueblo de Israel habla del propio origen y delinea las características de una particular relación entre Dios y el hombre. Por esto, como afirma también el Catecismo de la Iglesia Católica, «la tradición espiritual de la Iglesia ha visto en esta historia el símbolo de la oración como combate de la fe y victoria de la perseverancia» (n. 2573). El texto bíblico nos hable de la larga noche de la búsqueda de Dios, de la lucha por conocer el nombre y verle el rostro; es la noche de la oración que con tenacidad y perseverancia pide a Dios la bendición y un nombre nuevo, una nueva realidad fruto de la conversión y del perdón.
La noche de Jacob en el vado del Yaboc se convierte para el creyente en punto de referencia para entender la relación con Dios que en la oración encuentra su máxima expresión. La oración requiere confianza, cercanía, casi un cuerpo a cuerpo simbólico no con un Dios enemigo, adversario, sino con un Señor benediciente que permanece siempre misterioso, que parece inalcanzable. Por eso el autor sagrado utiliza el símbolo de la lucha, que implica fuerza de ánimo, perseverancia, tenacidad en alcanzar aquello que se desea. Y si el objeto del deseo es la relación con Dios, su bendición y su amor, ahora la lucha no podrá culminar sino en el don de sí mismos a Dios, en el reconocer la propia debilidad, que se vence justo cuando se logra entregarse en las manos misericordiosas de Dios.

Queridos hermanos y hermanas, toda nuestra vida es como esta larga noche de lucha y de oración, a consumirse en el deseo y en la solicitud de una bendición de Dios que no puede ser arrancada o vencida contando con nuestras fuerzas, sino que debe ser recibida con humildad de Él, como don gratuito que permite, en fin, de reconocer el rostro del Señor, Y cuanto esto sucede, toda nuestra realidad cambia, recibimos un nombre nuevo y la bendición de Dios. Y aún más: Jacob, que recibió un nombre nuevo, se convierte en Israel, da un nombre nuevo también al lugar en el que ha luchado con Dios, lo ha orado; lo renombra Penuel, que significa “Rostro de Dios”. Con este nombre reconoce aquél lugar lleno de la presencia del Señor, hace sagrada aquella tierra imprimiéndole casi la memoria de aquél misterioso encuentro con Dios. Aquél que se deja bendecir por Dios, se abandona a Él, se deja transformar por Él, hace bendito al mundo. Que el Señor nos ayude a combatir la buena batalla de la fe (cfr 1 Tm 6,12; 2 Tm 4,7) y a pedir, en nuestra oración, su bendición, para que nos renueve en la espera de ver su Rostro. Gracias.

Traducido del Italiano al Español por Esther María Iannuzzo.