Hace unos días tuve la oportunidad de comer con una familia que acababa de inaugurar su nueva casa. Moderna, rectilínea, de ladrillo y cemento, grandes ventanales y luminosa. Una vista preciosa hacia el valle donde contemplamos un atardecer de película. En cada habitación un televisor. En la sala un plasma de 50 pulgadas. Wi fi en toda la casa para vivir siempre conectados. Los cuadros que adornaban las paredes representaban lo moderno, es decir, figuras, líneas y colores que al observador inexperto reflejaban la confusión de nuestras sociedades ¡Qué casa!
Ahora, al recordar a nuestros progenitores y las casas en donde nos levantaron, me viene a la mente la diferencia tan extraordinaria entre la arquitectura moderna y la arquitectura sencilla y vigorosa de antaño. Cada habitación tenía la imagen de Cristo o de nuestra Señora. Entre las paredes se conservaba un espacio para la cruz y un pequeño oratorio. Los cuadros que adornaban la casa reflejaban la belleza del paisaje o la maravilla de la persona humana, arte realizado con tanta perfección y detalle. El ruido de los niños daba al ambiente la sensación de alegría y esperanza, a pesar de los regaños. Nos entreteníamos con cualquier cosa y éramos felices.
El mundo ha cambiado dramáticamente, pero me pregunto si ha sido un cambio para lo mejor. Dejar a Dios fuera de las estructuras físicas de una edificación representa una cruel alarma para cada familia y para la sociedad entera. Dejar a Dios fuera de nuestras vidas representa un camino hacia la desventura, la desesperación y el sinsentido de la propia existencia.
dmunoz@legionaries.org
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