Intenciones del Santo Padre Benedicto XVI para el mes de Septiembre 2011

PAPA FRANCISCO

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy comenzamos de nuevo con las catequesis del Año de la fe, reflexionando sobre la resurrección de Jesús. ¿Cómo se ha transmitido esta verdad de fe? En las Escrituras encontramos dos tipos de testimonios al respecto: el primero, las breves fórmulas como la que hemos escuchado en la lectura del Apóstol, que indican con concisión el núcleo de la fe: la pasión, muerte y resurrección del Señor. El segundo, las narraciones que relatan el acontecimiento. Es significativo el hecho de que sean mujeres, que según la ley no podían dar un testimonio fiable, las primeras en anunciar la resurrección. Dios no las elige con criterios humanos sino que mira a su corazón. Su experiencia parte del amor, que las mueve a acudir al sepulcro, y que las hace capaces de acoger el signo de la tumba vacía y el anuncio del mensajero de Dios, y trasmitirlo, pues la alegría y la esperanza que las invade no se puede contener.

Audiencia General 03 de abril del 2013.



domingo, 15 de mayo de 2011

Segunda catequesis de Benedicto XVI sobre la Oración.



BENEDICTO XVI
Audiencia General
Plaza San Pedro
11 de Mayo del 2011.

Queridos hermanos y hermanas,

Hoy quiero continuar reflexionando sobre como la oración y el sentido religioso hacen parte del hombre a lo largo de toda su historia.

Nosotros vivimos en una época en la que son evidentes los signos del secularismo. Parece que Dios haya desaparecido del horizonte de varias personas o se haya convertido en una realidad hacia la cual se permanece indiferente. Vemos, pero, al mismo tiempo, muchos signo que nos indican un despertar del sentido religioso, un descubrimiento de la importancia de Dios para la vida del hombre, una exigencia de espiritualidad, de superar una visión puramente horizontal, material de la vida humana. Mirando la historia reciente, ha fracasado la previsión de quien a la época del iluminismo, preanunciaba la desaparición de las religiones y exaltaba una razón absoluta, separada de la fe, una razón que habría disipado las tinieblas de los dogmatismos religiosos y habría disuelto el “mundo sagrado”, restituyéndole al hombre su libertad, su dignidad y su autonomía de Dios. La experiencia del siglo pasado, con las dos trágicas guerras mundiales ha puesto en crisis aquél progreso que la razón autónoma, el hombre sin Dios parecía poder garantizar.

El Catecismo de la Iglesia Católica afirma “Mediante la creación llama a cada ser humano de la nada a la existencia… Aún después de haber perdido la semejanza con Dios a causa del pecado, el hombre permanece a imagen de su creador. El conserva el deseo de aquél que lo llama a la existencia. Todas las religiones testimonian esta esencial búsqueda de parte de los hombres” (2566). Podemos decir – como he mostrado en la pasada catequesis – que no ha existido ninguna gran civilización, desde tiempos más lejanos hasta nuestros días, que no haya sido religiosa.

El hombre por su naturaleza es religioso, es hombre religioso como es homo sapiens y homo faber. “El deseo de Dios – afirma aun el Catecismo – está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios” (N. 27). La imagen del Creador está impresa en su ser y el siente el deseo de encontrar una luz para dar respuesta a las preguntas sobre el sentido profundo de la realidad, respuesta que él no puede encontrar en sí mismo, en el progreso en la ciencia empírica. El hombre religioso no emerge solo de mundos antiguos, él atraviesa toda la historia de la humanidad. A este propósito, el rico terreno de las experiencias humanas ha visto surgir varias formas de religiosidad, en la tentativa de responder al deseo de plenitud y de felicidad, al deseo de salvación, a la búsqueda de sentido. El hombre “digital” como aquél de las cavernas, busca en la experiencia religiosa la vía para superar sus limitaciones y para asegurar su precaria aventura terrena. De resto, la vida sin un horizonte trascendente no tendría un sentido y la felicidad, a la cual tendemos todos, está proyectada espontáneamente hacia el futuro, en un mañana todavía por realizarse. El Concilio Vaticano II, en la Declaración Nostra Aetate, lo ha subrayado sintéticamente: “Los hombres esperan de las varias religiones la respuesta a los enigmas recónditos de la condición humana, que ayer como hoy turban profundamente el corazón del hombre: [- ¿Quién soy yo? -], el sentido y el fin de nuestra vida, el bien y el pecado, el origen y el propósito del dolor, la vía para alcanzar la verdadera felicidad, la muerte, el juicio y la sanción después de la muerte, en fin el último e inefable misterio que circunda nuestra existencia, donde nosotros dibujamos nuestro origen y hacia que tendemos” (n 1). El hombre sabe que no puede responder por si sólo al propio deseo fundamental de entender. Por cuanto se haya ilusionado y se ilusione hasta ahora de ser autosuficiente, el vive la experiencia de no bastarse a sí mismo. Tiene necesidad de abrirse al otro, a alguna cosa, a alguno que pueda donarle eso que le falta, debe salir de sí mismo hacia Aquél que sea en grado de colmar la amplitud y la profundidad de su deseo.
 
El hombre lleva en sí una sed de infinito, una nostalgia de eternidad, una búsqueda de belleza, un deseo de amor, una necesidad de luz y de verdad, que lo impulsan hacia el absoluto; el hombre lleva en sí el deseo de Dios. El hombre sabe, en cualquier modo, de poder dirigirse a Dios, sabe que puede rezarle. Santo Tomas de Aquino, uno de los más grandes teólogos de la historia, define la oración “expresión del deseo que el hombre tiene de Dios”. Esta atracción hacia Dios, que Dios mismo ha puesto en el hombre, es el alma de la oración, que se reviste luego de tantas formas y modalidades según la historia, el tiempo, el momento la gracia e incluso  el pecado de cada orante. La historia del hombre ha conocido, en efecto, diversas formas de oración, porque él ha desarrollado diversas modalidades de apertura hacia el otro y hacia el más allá, tanto que podamos reconocer la oración como una experiencia presente en cada religión y en cada cultura.
De hecho, queridos hermanos y hermanas, como hemos visto el miércoles pasado, la oración no está vinculada a un contexto particular, más se encuentra inscrita en el corazón de cada persona y de cada civilización. Naturalmente, cuando partimos de la oración como experiencia del hombre en cuanto tal, del homo orans, es necesario tener presente que ese es un comportamiento interior, antes que una serie de prácticas y de formas, un modo de ser de frente a Dios antes que el cumplimiento de actos de culto o el pronunciar palabras. La oración tiene su centro y planta sus raíces en lo más profundo de la persona; por eso no es fácilmente  descifrable y, por el mismo motivo, puede ser sujeta a malentendidos y mistificaciones. También en este sentido podemos entender la expresión: orar es difícil. De hecho la oración es el lugar por excelencia de la gratitud, de la tensión hacia lo invisible, lo inesperado y lo inefable. Por eso, la experiencia de la oración es para todos un desafío, una “gracia” a invocar, un don de Aquél al que nos dirigimos.
En la oración, en cada época de la historia, el hombre se considera a sí mismo y su situación de frente a Dios, a partir de Dios y en orden a Dios, y experimenta que es una creatura que necesita ayuda, incapaz de procurarse por sí misma el cumplimiento de la propia existencia y de la propia esperanza. El Filosofo Ludwing Wittgenstein recordaba que “orar significa sentir que el sentido del mundo está fuera del mundo”. En la dinámica de esta relación con quien da sentido a la existencia, con Dios, la oración tiene una de sus típicas expresiones en el gesto de arrodillarse. Es un gesto que lleva en sí una radical ambivalencia: de hecho puedo ser obligado a arrodillarme – condición de indigencia y esclavitud -, pero puedo también arrodillarme espontáneamente, declarando mi límite y, por lo tanto, el tener necesidad de otro. A él le declaro ser débil, necesitado, “pecador”. En la experiencia de la oración la creatura humana expresa todo el conocimiento de sí, todo aquello que logra capturar de la propia existencia y, contemporáneamente, se dirige toda ella hacia el ser de frente al cual está, orienta la propia alma a aquel Misterio del cual se espera el cumplimiento de los deseos más profundos y la ayuda para superar la indigencia de la propia vida. En este mirar a otro, en este dirigirse más allá está la existencia de la oración, como experiencia de una realidad que supera lo sensible y lo contingente.
Sin embargo solo en el Dios que se revela encuentra pleno cumplimiento la búsqueda del hombre. La oración que es apertura y elevación del corazón a Dios, se convierte así en relación personal con Él. Y aun si el hombre olvida a su Creador, el Dios vivo y verdadero no cesa de llamar Él primero al hombre al misterioso encuentro de la oración. Como afirma el Catecismo: “Este paso de amor del Dios fiel viene siempre de primero en la oración; el paso del hombre es siempre una respuesta. Poco a poco Dios se revela y revela el hombre a sí mismo, la oración aparece como una llamada reciproca, un evento de alianza. A través de palabras y actos, este evento compromete el corazón. Se revela a lo largo de toda la historia de la salvación” (n.2567).
Queridos hermanos y hermanas, aprendamos a estar más delate de Dios, de Dios que se ha revelado en Jesucristo, aprendamos a reconocer en el silencio, en el íntimo de nosotros mismos, su voz que  nos llama y nos reconduce a la profundidad de nuestra existencia, a la fuente de la vida, a la fuente de la salvación, para hacernos andar más allá del límite de nuestra vida y abrirnos a la medida de Dios, a la relación con él, que es Amor Infinito. Gracias.


Traducción del Italiano al Español Esther María Iannuzzo.
Fuente de la Información:

No hay comentarios: