Intenciones del Santo Padre Benedicto XVI para el mes de Septiembre 2011

PAPA FRANCISCO

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy comenzamos de nuevo con las catequesis del Año de la fe, reflexionando sobre la resurrección de Jesús. ¿Cómo se ha transmitido esta verdad de fe? En las Escrituras encontramos dos tipos de testimonios al respecto: el primero, las breves fórmulas como la que hemos escuchado en la lectura del Apóstol, que indican con concisión el núcleo de la fe: la pasión, muerte y resurrección del Señor. El segundo, las narraciones que relatan el acontecimiento. Es significativo el hecho de que sean mujeres, que según la ley no podían dar un testimonio fiable, las primeras en anunciar la resurrección. Dios no las elige con criterios humanos sino que mira a su corazón. Su experiencia parte del amor, que las mueve a acudir al sepulcro, y que las hace capaces de acoger el signo de la tumba vacía y el anuncio del mensajero de Dios, y trasmitirlo, pues la alegría y la esperanza que las invade no se puede contener.

Audiencia General 03 de abril del 2013.



miércoles, 5 de enero de 2011

Los Sentimientos y la Vida Espiritual

Consejos para después de Navidad…y siempre


   «¡Año nuevo, vida nueva!» se suele escuchar en estos primeros días de enero. ¿Pero de verdad es «vida nueva»? Para muchas personas el término del período navideño y el inicio de las labores ordinarias supone un momento anímicamente difícil en donde todo cuesta. Tal vez de ahí venga la expresión «cuesta de enero». Tenemos que levantarnos más pronto en las mañanas, retomar asuntos complejos que habíamos dejado inconclusos antes de Navidad, reincorporarnos al trabajo. En pocas palabras: nos cuesta aterrizar de nuevo en nuestra realidad. Es natural por ello que también nuestra relación personal con Dios se vea afectada, ¡cuánto cuesta orar! ¿Fallan las buenas intenciones y propósitos de ser mejores cristianos que tal vez nos propusimos en Navidad?

   Muchos de los problemas en la vida espiritual tienen su origen en el complejo substrato psicológico humano que es preciso conocer y educar. Es el hombre lo que falla. Los estados de ánimo y los sentimientos influyen en nuestro comportamiento y, en consecuencia, en nuestro trato con Dios. No es malo sentirlos sino el dejar que la propia conducta fluctúe debido a ellos. Por esto es necesario conocer muy bien su naturaleza para facilitar de esta manera su educación. Todo ello nos dará una base humana sólida sobre la cual el Espíritu Santo podrá edificar al santo: primero el hombre, después el santo .

   Estas reflexiones, si bien no pretende agotar el tema, sí en cambio ofrecer una visión de conjunto de los sentimientos y del papel tan importante que juegan tanto en la propia psicología del individuo como en su vida espiritual(1).
I.- Los sentimientos: distinciones necesarias
   Aunque hablaremos indistintamente de estados de ánimo y de sentimientos, vale la pena no obstante hacer las siguientes distinciones:
  
  1) El humor: Son estados afectivos variables, relacionados con estímulos y emociones pasajeras. Por ejemplo: todos nosotros podemos encontrarnos en la mañana eufóricos de alegría y de buen humor, y en la tarde, en cambio, deprimidos o con un humor pésimo. El humor procede sobre todo de la perturbación del equilibrio fisiológico hormonal y también del neuronal; por eso los niños manifiestan con mayor frecuencia su malestar inmediatamente antes de las comidas o poco antes de irse a la cama, a causa del hambre y del sueño.

   2) Los sentimientos: Son estados afectivos más conscientes, es decir, con más carga cognoscitiva; su intensidad es moderada pero duran más en el tiempo, como son, por ejemplo, los sentimientos de simpatía, compasión, alegría… No cabe duda que enriquecen al hombre y lo humaniza, pues gracias a ellos podemos disfrutar de las pequeñas cosas de la vida y también comunicarnos de manera humana con las personas. Pero también los sentimientos pueden degenerar hacia un desequilibrio y transformarse en sentimentalismos(2) , y así de ser un aliado en la propia vida, acabamos por encontrarnos con un enemigo que convierte al hombre en un juguete a merced de la variabilidad típica de unos sentimientos a la deriva.

   3) Las emociones: Son estados afectivos agudos y poco duraderos; la emotividad es sinónimo de impresionabilidad; va acompañada por la viva percepción de un objeto o de una situación que provoca una conmoción somática característica, y que en ocasiones es paralela al sentimiento que la causa, por ejemplo: miedo-temblor, alegría-risa, angustia-depresión, tristeza-lágrimas, etc. Cuando la impresión es verdaderamente violenta origina auténticas crisis y se habla de «shock emocional».

   4) Las pasiones: Consisten en un afecto muy vivo por una persona o cosa e impulsan fuerte y constantemente hacia ella: se parecen a las emociones por su intensidad y violencia, y a los sentimientos por su duración y constancia; ciertos sentimientos, como el amor, el odio o los celos, se pueden transformar en pasiones al crecer la intensidad(3).

   La característica momentánea de los sentimientos obedece generalmente a dos tipos de factores: factores de orden físico y factores de orden psíquico. Una cosa tan simple como un cambio de presión atmosférica, una mala digestión, una desvelada o un cansancio general pueden provocar estas oscilaciones del humor. También estos cambios pueden deberse a alteraciones hormonales del propio organismo, o como efecto secundario de un determinado medicamento. Pero también confluyen elementos de orden psíquico. Por ejemplo: Determinadas experiencias del pasado, un día de fiesta, un éxito, una noticia positiva o negativa que nos alegra, una relación difícil con alguien, falta de adaptación al ambiente o a las personas, etc… pueden alterar los sentimientos. En este sentido conviene aceptar que también nuestros estados de humor ocasionalmente se deben a otros factores desconocidos, precisamente por situarse entre la frontera de lo psíquico y lo físico.

   ¿Qué tipos de sentimientos pueden emerger de los factores mencionados? Principalmente tres tipos: Sentimientos vitales, sentimientos de la propia individualidad y sentimientos espirituales. Los primeros nacen del conjunto de percepciones que tienen como objeto nuestro propio organismo y, según sean, confieren a la vida un sentido de bienestar o de malestar, de frescura o de pesadez. El humor es una resonancia de los sentimientos vitales que repercute en todas las esferas de la vida. Algunos de estos sentimientos vitales pueden ser corporales (hambre, cansancio, sed, etc) o de índole psíquica, como la tristeza que oprime, la alegría que exalta, la gratitud que conmueve, el amor que enternece, etc. Los sentimientos de la propia individualidad nos ayudan a percibir el propio valor; son los sentimientos de capacidad o inferioridad, de suficiencia o insuficiencia que se basa en la percepción de la propia dignidad, dotes y cualidades; pueden fundarse más sobre la propia opinión o más sobre la opinión de los demás. Por último, los sentimientos espirituales representan el don más precioso de la sensibilidad humana: una simpatía afectiva o empatía con el bien y la virtud, suscitados en el alma por la presencia o ausencia del bien moral: gratitud, amistad, aprecio por la sinceridad, etc. Todo el desarrollo de nuestra psique debe colaborar en el desarrollo y fortalecimiento de tales sentimientos sin por ello atropellar los demás que son también parte característica del hombre.

II.- Educación de los sentimientos
   
    Es evidente que dentro del cuadro de sentimientos que acabamos de ver debe existir una jerarquía y armonía. Jerarquía para que la vida del espíritu, y en general la del hombre, no sea caótica. Cuando se deja curso anárquico a los sentimientos, la vida de las personas se hace caprichosa e imprevisible. Cuando los sentimientos corporales acaparan a la persona, el centro de su personalidad se traslada a la piel (el llamado «culto a la belleza») o al estómago (ya no se «come para vivir» sino que se «vive para comer»). Y lo mismo podemos decir de los sentimientos psíquicos: en cuando son puramente sensitivos carecen de razón y mesura, no buscan sino desahogarse. Pero en ese desahogo pueden llevar a remolque toda la vida de la persona, como quienes se refugian, para desahogarse, en el alcohol o las drogas. Por ello, educar los sentimientos básicamente es aprovechar el cúmulo de factores positivos que contienen para polarizarlos en una dirección. Se entiende, obviamente, que éstos nos sirvan para conseguir algo positivo, para edificar, para hacer el bien en nuestras vidas y en las vidas de los demás. Esta labor de educación, formación o jerarquización, como se quiera llamar, necesita sin embargo de dos preámbulos o consideraciones antes de indicar una «hoja de ruta», que son la necesidad de conocerse y aceptarse:

1.- La necesidad de conocerse y de aceptarse

   ¿Cuál es mi estado de ánimo fundamental?, ¿básicamente suelo estar triste o llena de alegría, pesimista u optimista?, ¿cuál es mi tendencia?, ¿cuáles son los sentimientos que predominan en mí?, ¿cuál es el grado de influencia de ellos en mi comportamiento? Aquí tenemos un interesante campo de trabajo personal y de autoanálisis de la persona que, ayudada por el director espiritual y a la luz del Espíritu Santo, dará tantos frutos. Conocerse implica también saber qué elementos se incluyen en la propia condición masculina o femenina, sea en el campo psíquico afectivo, sea en el fisiológico. Todo el comportamiento y toda la personalidad se encuentra impregnada por una femineidad o masculinidad esenciales que influyen en el alma y en el cuerpo.

   Si el conocimiento de sí es obra del propio intelecto, la aceptación es el momento de la voluntad, es decir, del propio querer: me quiero como soy. Ello implica aceptarse como hombre o como mujer, conel propio temperamento con los propios dones psíquicos, corporales, afectivos y emotivos, y en conjunto como un don de Dios creador hacia nosotros. La aceptación incluye también el propio pasado familiar y personal, el ambiente donde se desarrolló la infancia como los demás períodos de la vida. «Aceptar» quiere decir también admitir los propios límites y fallos con humildad sabiendo que Dios nuestro Señor, con su gracia, construye sobre el cimiento de la miseria humana. Aceptar por ello las propias miserias no significa hundirse en ellas, sino decidirse a trabajar con nuevas fuerzas y con la mirada más puesta en Él que en nosotros mismos. Esta aceptación incluye igualmente la propia vocación (matrimonial o consagrada, según corresponda) como un don que invita a una entrega desinteresada por hacer felices a los que están a nuestro lado.

   Llega el momento de trazar la mencionada «hoja de ruta», es decir, elaborar un programa que tenga en cuenta los dos elementos necesarios para cualquier trabajo espiritual: el divino y el humano. La gracia perfecciona la naturaleza y hace posible una educación paciente y fructuosa de los propios sentimientos. Los dones del Espíritu Santo influyen positivamente en las virtudes humanas al reforzar la voluntad, y al hacer posible un crecimiento real…Pero la gracia supone también la naturaleza, no la sustituye, y cuanto el sustrato humano sea más rico, la gracia encontrará tierra buena donde germinarán frutos de santidad. Al fin y al cabo la santidad no es sino la síntesis armoniosa del desarrollo de los dones naturales y sobrenaturales recibidos de Dios. Veamos ahora cada uno de estos dos «pulmones» que deben «oxigenar» todo trabajo espiritual: los principios sólidos de la vida espiritual y la educación en la ecuanimidad.

2.- Construir la propia vida sobre principios sólidos de vida espiritual.

   Estos principios firmes de la vida espiritual nos permite tener a la vista aquellos ideales a los que aspiro. Estos ideales los podemos resumir en cuatro «amores» o convicciones:

    1) El amor a Jesucristo: Este amor, cuando es verdadero, motivará a superar siempre los momentos de dificultad y de oscuridad. No hay nada como mirar a Jesucristo en la cruz cuando pasamos por sentimientos negativos: su amor será siempre más fuerte que mi estado de humor y me levantará de nuevo. La fe y el amor a Cristo refuerza mi voluntad para que pueda ser dueña de mis sentimientos.

    2) El amor a la voluntad de Dios: Es la respuesta personal a Jesucristo, que me ha amado primero. Por esto buscaré hacer su voluntad me sienta bien o totalmente desganado. Que nunca sean los sentimientos quienes determinen lo que hago o dejo de hacer, sino solamente la voluntad del Señor: Si lo quiere Dios me basta.

    3) El amor por la propia familia: ¡Qué buen acto de caridad ofrece un rostro alegre, una sonrisa, un saludo afectuoso aunque los sentimientos digan lo contrario! Esto es verdadera virtud que embellece al alma y contagia a todos los miembros de la familia. Mi rostro, mis sentimientos, mis reacciones, por así decirlo, pertenecen a los demás, pues como persona soy un ser relacional; por eso, movido por una caridad auténtica, buscaré dar lo mejor que tengo a los demás, para hacerles felices y llevarles a Dios.

    4) El amor por la Iglesia y por la salvación de las almas: Ofrecer estos sentimientos negativos por la Iglesia y por las intenciones del Papa es una fuente de gracias para todo el Cuerpo Místico de la Iglesia. El ofrecerlos también por tantas personas que sufren o que están alejadas de Dios posee, sin dudas, un gran mérito en orden a su salvación eterna.

   Estos principios de vida espiritual nos mantienen con un grado muy alto de motivación. Necesitamos, recordemos, la gracia de Dios para tender a ellos con nuestra voluntad, pues la ayuda de la gracia es tanto más necesaria cuanto difícil y prolongada sea esta verdadera educación de los sentimientos. Este don sobrenatural, como mencionamos anteriormente, no cambia la propia naturaleza humana, pero la perfecciona y facilita este esfuerzo de la voluntad en la consecución de sus ideales.

   ¿Cómo adquirir esta gracia de Dios? Principalmente por medio de la oración y de los sacramentos. Más en concreto la adquirios por la oración diaria (meditación de la mañana, lectura espiritual, rosario, balance de conciencia al final del día), la vida eucarística (misa frecuente, visitas a la Eucaristía) y la confesión periódica. En la oración el Espíritu Santo ilumina nuestra conciencia para conocernos mejor, para discernir el origen de los sentimientos y si éstos son buenos o malos (generalmente los que nos llenan de paz vienen de Dios(4) ). También en la oración encontramos la fuerza del Espíritu para superar quizás un determinado sentimiento negativo persistente, y también la solución concreta para superarlo (orar, manifestarlo al director espiritual, «provocar» otros sentimientos positivos, hacer una visita a la Eucaristía, etc.). En cierto modo, el ascenso hacia Dios facilita el descenso hacia uno mismo, a la propia interioridad, para descubrir la verdadera identidad. Son dos movimientos y procesos hacia la verdad de nosotros mismos que la vida de los santos confirma. La gracia, en definitiva, actúa de modo oculto estimulando la voluntad a tender al ideal.

3.- Educarse en la ecuanimidad

   Fijada la importancia insustituible del papel de la gracia en la tarea de educar los propios sentimientos, corresponde el turno a la acción de la voluntad, orientada y fortalecida por aquella. Cualquier virtud humana por alcanzar implica paciencia, constancia, y fuerte determinación. Sobre todo la conquista de la ecuanimidad de carácter, virtud encaminada a la educación y formación de los sentimientos.

   La ecuanimidad consiste en el predominio habitual de un estado de ánimo sereno, equidistante entre la alegría desorbitante y el desánimo y abatimiento excesivo. Desde el punto de vista espiritual o ascético, la ecuanimidad no es otra cosa sino habituarse a cumplir la voluntad de Dios, sostenidos por la voluntad, la fe, el amor y la abnegación frente a las diversas circunstancias de la vida.

   Esta virtud ayuda a superar el engaño o verdad aparente –sofisma- de creer que todo va bien cuando «siento» a Dios; y que todo va pésimamente mal cuando «no siento nada», o «no siento» a Dios. La ecuanimidad impide que nos abandonemos al fatalismo de pensar que «yo soy así», lo que en el fondo encerraría cierta pereza espiritual, o incluso cobardía, puesto que realmente hay miedo de cambiar de actitud y dar así a Dios lo que me está pidiendo. Todo cambio de actitud supone una verdadera conversión que compromete a una entrega mayor a Dios y a dar un giro a la propia vida, cambiar esquemas y puntos de vista mantenidos durante mucho tiempo como inviolables. Ante semejante visión es normal que surja el miedo. Pero es necesario dar el paso para poder crecer y madurar. Frente al «yo soy así», la ecuanimidad me llevará a preguntarme: «¿Cómo debo ser?». «¿qué me pide Dios»?, «¿qué ideal de esposo o esposa, padre o madre cristiana quiero encarnar en mi vida? 
  
   Otro fruto del trabajo en la ecuanimidad es la madurez afectiva emocional. La persona madura controla sus estados emocionales, domina en ella la razón iluminada por la fe y es dueña de sí misma. Logra también equilibrar adecuadamente el ámbito de la emotividad y el ámbito de la interioridad: por eso no confunde sentimiento con pecado, y sabe distinguirlos objetivamente . No se deja dirigir por sus estados de humor y por su sensibilidad, sino por valores objetivos que le dan seguridad. Es cierto que la persona no puede mantenerse absolutamente tranquila y serena en todo momento, porque nadie es dueño del tiempo y por la propia naturaleza debilitada en la raíz por el pecado original. Su humor puede variar, y a veces mostrarse pesimista, incluso deprimida; los acontecimientos más graves –un examen, una cita temida y difícil, un golpe duro en la vida- le afectan, pero con una justa proporción y despojados de todo lo que no es esencial y real, porque esta persona ha aprendido a ser dueña de sus sentimientos, a ser razonable y adquirir un sano realismo ante las distintas situaciones que diariamente se presentan en la vida. A medida que la persona crece en madurez crece también en seguridad personal, y va asumiendo progresivamente más responsabilidades, siendo capaz de afrontar los riesgos y posibilidades de fracaso(6).

   ¿Cómo educarse en la ecuanimidad? He aquí algunos medios que pueden favorecer la conquista de esta virtud:

    1) Trabajar en positivo: Es decir, orientar más que reprimir fomentando lo positivo y rectificando lo negativo: La disciplina es necesaria en la medida que yo oriento mi riqueza emotiva y sentimental hacia el cumplimiento de la voluntad de Dios. Es como poner cauce a un torrente caudaloso para que produzca energía y fecunde los campos sin destruirlos. A este propósito, algo muy necesario para lograr el dominio y la formación de los sentimientos es educar la imaginación y no dejarla divagar inútilmente, pues las imágenes, por su naturaleza, llevan a la acción que representan y provocan los sentimientos correspondientes: imágenes positivas suscitarán sentimientos positivos; imágenes negativas, en cambio, harán emerger los contrarios.

    2) Renovar el ideal de vida todos los días: Y esto es posible gracias a la oración. Por esto es tan importante iniciar el día orientados con nuestra mente, corazón, sentimientos y todo nuestro ser hacia Dios y hacia el cumplimiento de su voluntad. La orientación habitual hacia el ideal de vida será, sin dudas, la mejor forma de educar los propios estados de ánimo. Jesucristo, su Reino, la plenitud en la entrega en el estado de vida al que Dios me ha llamado…polarizarán extraordinariamente el propio trabajo espiritual, formativo y apostólico. ¡Todo es gracia para el corazón enamorado de Dios! (cf Rm 8,28).

   3) Distinguir entre estados de ánimo y principios que deben guiar nuestro comportamiento. De frente a la inestabilidad característica de los sentimientos, es necesario encontrar factores de estabilidad, válidos para toda situación. Ya hemos tocado este punto líneas arriba al mencionar los cuatro “amores”. Estos principios o factores constituyen la “roca” sobre la cual edificar la propia santificación: «Así pues, todo el que oiga estas palabras mías y las ponga en práctica, será como el hombre prudente que edificó su casa sobre roca: cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos, y embistieron contra aquella casa; pero ella no cayó, porque estaba cimentada sobre roca». (Mt 7,24-27). Estos principios libremente escogidos dejan de ser así, como la ayuda de la oración, algo frío e intelectual, y pasan a ser convicciones operantes. A la atracción objetiva que el valor suscita se añade una carga subjetiva de grande resonancia.

    4) La educación de los propios estados de ánimo necesita estas otras virtudes: paciencia, sinceridad consigo mismo, tenacidad, voluntad y método. Siempre que debemos afrontar un problema hacerlo con pleno control de los propios sentimientos. Esto conlleva mucha tenacidad y voluntad que, perseverando en el tiempo, lograrán en nosotros un buen hábito de dominio propio. De esta manera logramos ser dueños de las situaciones, y no al revés: sujetos al vaivén de las circunstancias exteriores.

    5) El diálogo espiritual: Este encuentro entre el formador y el formando, a la luz del Espíritu Santo, es muy importante en la formación de los sentimientos. El director espiritual que conoce bien a la persona (temperamento, tendencias, gustos, línea de trabajo espiritual, pasado, circunstancias actuales, vocación...), puede ayudarle a descubrir cuál es la componente habitual de su temperamento, con sus potencialidades, sus aspectos positivos y negativos y sus implicaciones; le ayudará a aceptarse serena, gozosa y agradecidamente, y a ejercitar una labor constante y positiva de control, armonía, equilibrio y progreso. Con él elaborará un programa de vida espiritual estratégico, y encontrará en el director un legítimo estímulo y paciente apoyo también cuando haya dificultades, recaídas o al inicio del trabajo espiritual.

   La ayuda del director espiritual es muy importante para el discernimiento. No es nada fácil comprender lo que sucede en el interior del alma y más el conocer las causas profundas que motivan tal o cual actitud o comportamiento. ¿Cómo saber si lo que siento se trata de desolación espiritual o de una depresión?  Esta cuestión nos lleva a una distinción necesaria que el director espiritual conoce bien. La desolación se trata de un estado espiritual, mientras que la depresión en cambio es un estado psíquico. La desaparición de los efectos sensibles en la oración (lo que san Ignacio de Loyola llamaba consolación), conlleva una «oscuridad del alma» que se expresa en un malestar espiritual caracterizado por la tristeza, el desánimo y la dejadez. Estas perturbaciones interiores tienden a debilitar la voluntad y a eliminar el gusto por la vida espiritual. Muchos santos, en este estado de desolación espiritual, experimentaron lo que para ellos aparecía como la mayor de las pruebas: ¡la sensación de ser abandonados por Dios! En cambio, en la depresión, se verifica la existencia de un elemento traumático en el origen de la turbación psicológica. La persona deprimida encuentra dificultad en aceptar la imagen que más o menos conscientemente posee de sí misma, o la que piensa que los demás tienen de ella. Puesto que no logra afrontar y superar las pruebas que está atravesando, se va hundiendo cada vez más en la desesperación, se inhibe cada vez más de la realidad circundante, aislándose en su mundo interior y dejándose arrastrar hacia el descuido y la inacción. Este estado depresivo se caracteriza también por otros síntomas como son: desvalorización de sí misma, angustia, insomnio y pérdida de interés por el mundo y por las personas. Sobra decir que en estos casos la persona necesita una oportuna y conveniente atención psicológica.

    6) La formación de la sensibilidad: La educación de los sentimientos está relacionada con la correcta formación de la sensibilidad como capacidad de reconocer y valorar la belleza de la naturaleza y de las obras de arte.


III.- Motivaciones conclusivas:
  
   De lo expuesto anteriormente podemos afirmar que cuanto más unificada e integrada se encuentre la propia personalidad en torno a unos principios basilares, o ideal de vida, más fácil y profunda será la relación personal y diálogica con Cristo. La vida espiritual encontrará así siempre más equilibrio y armonía cuando está apoyada en una sólida base humana. Trabajar para hacer la base humana más sólida y auténtica significará colaborar con la acción divina para poner los cimientos de un sólido edificio espiritual, en el que la gracia pueda no sólo actuar, sino hacerlo además de un modo más perfecto. En este sentido la educación de los sentimientos va en la línea de integrarlos en el conjunto de toda la personalidad, de tal manera que ellos están al servicio del ideal de vida que aúna toda la personalidad del individuo: Una vida emocional sana contribuye a una vida espiritual sana. La persona debe esforzarse por discernir los elementos integradores de aquellos otros disgredadores, aprovechando los primeros y haciendo caso omiso de los segundos de tal modo que cuando éstos nos ayuden y concurran en la misma dirección que el plan de Dios, bienvenidos sean. Cuando no, es mejor seguir adelante, guiados por la fe y la razón: tras las nubes, sigue fija y brillante la estrella polar.
  
   Otro elemento que conviene siempre recordar es que el sentimiento acompaña la vida espiritual y la oración de la persona desde sus manifestaciones más sencillas hasta otras más complejas, asumiendo poco a poco toda la riqueza espiritual de la personalidad y ennobleciéndose cada vez más. La piedad de un niño, que nace con sentimientos de amistad, de sinceridad ante Jesucristo, como el Amigo fiel, puede ir madurando y enriqueciendo, hasta percibir más adelante, sentimientos más profundos de su filiación divina, por ejemplo. El sentimiento es una ayuda necesaria para el amor, tanto en la relación con el prójimo como en relación con Dios pues ellos son un don de Dios, una parte de nosotros que hay que cuidar, cultivar, educar e integrar en la personalidad. En definitiva: la educación de los sentimientos contribuye a formar una esfera emocional sana que favorece una relación auténtica y cálida con el Señor.
  
   Por último, trabajar en la educación de los propios sentimientos es ya luchar por la santidad. Lo que distingue precisamente al santo es la unidad alcanzada; vida espiritual, vida personal, vida social, quehaceres, dificultades, éxitos y fracasos…todo es uno, en la unidad entre la obra del Espíritu, que actúa en él y por medio de él, y la colaboración personal. Todos estamos llamados a la santidad, la cual no es ausencia de problemas o un “no sentir”; más bien es ese esfuerzo constante que es fruto del amor a Jesucristo que sólo busca imitarle teniendo los mismos sentimientos suyos, como nos dice San Pablo en su carta a los Filipenses: «Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo» (Filp 2,5).


P. José María Moriano, L.C.

jmoriano@legionaries.org


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[1] El Papa Benedicto XVI, hacía una interesante reflexión sobre la relación entre la fe y la naturaleza humana. Fue en su último encuentro con los sacerdotes de la diócesis de Bolzano-Bressanone (Italia) durante sus vacaciones de verano. A la respuesta de una de las preguntas respondía así: «la fe no implica sólo un aspecto sobrenatural; además, reconstruye al hombre, devolviéndolo a su humanidad, como lo muestra el paralelo entre el Génesis y el capítulo 20 del Evangelio de san Juan. La fe se basa precisamente en la virtudes naturales:  la honradez, la alegría, la disponibilidad a escuchar al prójimo, la capacidad de perdonar, la generosidad, la bondad, la cordialidad entre las personas. Estas virtudes humanas indican que la fe está realmente presente, que verdaderamente estamos con Cristo. Y creo que, también por lo que se refiere a nosotros mismos, deberíamos poner mucha atención en esto:  hacer que madure en nosotros la auténtica humanidad, porque la fe implica la plena realización del ser humano, de la humanidad». (Fuente: Zenit, 15 de agosto de 2008).
[2] Se podría describir el sentimentalismo como el estado habitual en el que los sentimientos llega a subyugar a la persona haciéndole experimentar temores infundados, esperanzas ilusorias, alegrías vanas, complejos de inferioridad, etc. Los sentimientos pueden llegar incluso, si adquieren el dominio sobre todo el hombre, a privarle de la rectitud del juicio, de la capacidad de análisis, y también de la fuerza y decisión de la voluntad. 
[3] El conocimiento de la clasificación tradicional de las pasiones puede ser muy útil para nuestro fin. Cuando se trata de un bien cualquiera, la primera reacción es siempre el amor, que es la fuente de todas las emociones. Si el bien está presente en el sujeto, al amor se une a la alegría por su posesión; en cambio, cuando el bien está ausente, provoca el deseo de acercarlo; cuando se trata de un bien difícilmente alcanzable, la reacción agresiva de la mente es de esperanza o desesperación, según se vea o no la posibilidad de superar el obstáculo. En cambio, cuando se refiere al mal la primera reacción es siempre el odio, que es una especie de repugnancia instintiva; si el mal está presente en el sujeto, se añade la tristeza o la ira, si este mal además de presente es difícil de evitar; en cambio, si no lo está, la reacción es de aversión, que es una especie de huida del objeto considerado como un mal; cuando el objeto es difícilmente evitable, la reacción es o de audacia, si se ve una vía de escape, o de temor, si no se ve. Con estas once expresiones del ámbito emotivo se pueden establecer los componentes de las otras pasiones, más complejas; por ejemplo, en los celos se pueden distinguir amor, temor y odio .
[4] San Ignacio de Loyola, en sus «Ejercicios Espirituales» dice: «Proprio es de Dios y de sus ángeles en sus mociones dar verdadera alegría y gozo spiritual, quitando toda tristeza y turbación, que el enemigo induce».
[5] Esto se desprende de la doctrina definida en el concilio de Trento que la concupiscencia habitual no es pecado en los bautizados: «Ahora bien, que la concupiscencia o fomes permanezca en los bautizados, este santo concilio o confiesa y siente; la cual, como haya sido dejada para el combate, no puede dañar a los que no le consienten y virilmente le resisten por la gracia de Jesucristo» (Concilio Tridentino, sess 5: DS 1515). Los sentimientos y las pasiones desordenadas (esto es: la concupiscencia) nos podría llevar al pecado, pero ella en sí no es pecado. Se trata sólo de no dejarnos determinar humanamente por ella.
[6] En cambio el individuo inmaduro, ante el peligro pierde la cabeza, arma un alboroto exagerado, se desorganiza emocionalmente y reacciona de una manera paradójica, imprevisible y desproporcionada a la causa, como por ejemplo: un regaño excesivo ante una pequeña falta de algún súbdito. En definitiva, acaba asumiendo mecanismos de defensa (de reacción), y actitudes de dependencia que lo convierte en víctima del ambiente o de los juicios ajenos.
[7] Benedicto XVI, en la citada entrevista con los sacerdotes, expone magistralmente el contributo de la belleza a la razón humana, como expresión exterior de la fe del cristiano: «El arte cristiano es un arte racional -pensemos en el arte gótico o en la gran música, o incluso en nuestro arte barroco-, pero es expresión artística de una razón muy amplia, en la que el corazón y la razón se encuentran. Esta es la cuestión. A mi parecer, esto es, de algún modo, la prueba de la verdad del cristianismo: el corazón y la razón se encuentran, la belleza y la verdad se tocan. Y cuanto más logremos nosotros mismos vivir en la belleza de la verdad, tanto más la fe podrá volver a ser creativa también en nuestro tiempo y a expresarse de forma artística convincente».  (Fuente: Zenit, 15 de agosto de 2008).


BIBLIOGRAFÍA
MENDIZÁBAL, Luis M. Dirección Espiritual, Teoría y práctica, BAC, Madrid, 1994
GOYA, Benito, Psicología y vida espiritual, San Pablo, Madrid, 2001
SAN JUAN DE LA CRUZ, Subida al Monte Carmelo. Ediciones Monte Carmelo, Burgos, 2000SAN IGNACIO DE LOYOLA. Ejercicios espirituales
JEANGUENIN, Gilles, Discernere, pensare e agire secondo Dio, San Paolo, Cinisello Balsamo (Milano), 2008

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