Hace algunos años tuve la oportunidad de pasar una temporada en un hermoso pueblo en el norte de España. El clima y el paisaje eran semejantes al de Manizales: con un sol agradable a la piel, con una brisa fresca por las tardes, con una lluvia también devastadora.
Una noche, mientras dormía plácidamente acurrucado bajo el peso de tres mantas, me despertó la luz de algunos rayos que iluminaban toda la habitación. Me di una y otra vuelta sin poder reconciliar el sueño. Entonces, vencido por ese destello natural, me decidí a contemplar tan grandioso espectáculo. Era la primera vez que observaba una cosa semejante. El cielo, cubierto por las nubes, parecía estar ausente. El viento mecía las ramas de los árboles y lograba desprender algunas hojas. Los perros, atemorizados, ni siquiera aullaban, tal vez enroscados en el rincón de sus jaulas.
Cada rayo era una descarga eléctrica enorme que iluminaba todo el valle por unos segundos. Cada rayo era un sol alargado, que llegaba hasta el suelo. Cuando eran dos o tres rayos juntos la visión de la noche desaparecía en tan alta claridad. ¡Qué grande espectáculo de fuegos artificiales naturales!
Hoy me parece estar en una de esas noches de otoño. El mundo, la sociedad vive en una oscuridad que no permite ver el cielo. Violencia, guerra, drogadicción, aborto, egoísmo, soledad. ¡Qué panorama! Sin embargo, un destello de luz me despierta del letargo. Un rayo ilumina toda mi habitación. Me levanto y veo un espectáculo maravilloso. Rayos al norte y al sur, al este y al oeste que al unísono, como entonando una grande sinfonía, interpretan el mensaje de la creación entera. Eres tú, joven, que te levantas y tu acción penetra como un rayo la vida de toda la sociedad. Estamos a tiempo, aún hay mucho que hacer y, en esta oscuridad, tu fuerza, valentía y fe brillan como un rayo en una noche de otoño.
P. Daniel Muñoz, L.C.
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