Cada acto de fe es un acto personal, no impuesto, personal, es un acto de la libertad, exige también la responsabilidad social de lo que se cree. La fe sin la caridad no da fruto, y la caridad sin fe sería un sentimiento constantemente a merced de la duda. La fe y el amor se necesitan mutuamente, de modo que una permite a la otra seguir su camino. En efecto, muchos cristianos dedican sus vidas con amor a quien está solo, marginado o excluido, como el primero a quien hay que atender y el más importante que socorrer, porque precisamente en él se refleja el rostro mismo de Cristo. Gracias a la fe podemos reconocer en quienes piden nuestro amor el rostro del Señor resucitado.
Como dijo San Ambrosio: “Aquello que hace el amor, no podrá nunca hacerlo el miedo”. Por la fe, hombres y mujeres de toda edad, cuyos nombres están escritos en el libro de la vida (cf. Ap 7, 9; 13, 8), han confesado a lo largo de los siglos la belleza de seguir al Señor Jesús allí donde se les llamaba a dar testimonio de su ser cristianos: en la familia, la profesión, la vida pública y el desempeño de los carismas y ministerios que se les confiaban.
Llegados sus últimos días, el apóstol Pablo pidió al discípulo Timoteo que «buscara la fe» (cf. 2 Tm 2, 22). Escuchemos esta invitación como dirigida a cada uno de nosotros, para que nadie se vuelva perezoso en la fe. Ella es nuestra compañera de vida que nos permite distinguir con ojos siempre nuevos las maravillas que Dios hace por nosotros y la que nos permite comprender que el misterio de la Cruz y el participar en los sufrimientos de Cristo (cf. Col 1, 24), son el preludio de la alegría que nos terminará conduciendo a la felicidad eterna.
P. Dennis Doren, L.C.
No hay comentarios:
Publicar un comentario